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Un viaje al POLO NORTE, destino SJØVEGAN, NORUEGA

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A penas me senté en la butaca miré por la ventanilla. Es algo que hago habitualmente cada vez que subo a un avión, casi inconscientemente. Ahí estaba la hélice. Justo a la altura de mi ventana. Quieta. Aguardando que los motores se enciendan. Por primera vez iba a volar en un turbohélice. Esos aviones pequeños que tienen dos ventiladores gigantes de cuatro paletas largas en cada ala, totalmente al descubierto. Que más que aviones, parecen avionetas y que, por lo menos a mí, me preocupaba pensar que dicha nave, un tanto inestable a mis ojos, pudiera sobrevolar Noruega de punta a punta, cruzando el Polo Norte, en un terreno totalmente virgen y congelado.

La hélice comenzó a moverse con un ruido infernal y fue tomando velocidad hasta volverse invisible. El avión empezó a carretear lentamente por la pista del aeropuerto Bergen-Flesland. El cielo estaba completamente encapotado de un color gris claro y caían algunas gotas, como es de esperar en una de las ciudades más lluviosas del mundo. Una vez en el aire, atravesamos la capa de nubes en 5 segundos y allí estaba el sol, radiante en el cielo de un celeste intenso. Sinceramente no puedo decirles que cuando adquirimos altura, y el avión de la empresa Widerøw dejó de ascender, mis nervios se tranquilizaron. Era más fuerte que mi cansancio y mi sueño, el hecho de fijar la vista en la enorme y pavorosa hélice e imaginar, catastróficamente, que de repente se detenía, creando luego una cadena de eventos desafortunados.

Juro que durante las dos horas y media que tardamos en volar los dos mil kilómetros que había hasta el aeropuerto de Tromsø, no aparte la vista de la ventana. Y es que, más allá de la hélice… el paisaje, señores… el paisaje era inexplicable. De los 34 vuelos que tomé en mi vida (sí, los conté), y no exagero, ninguno de dejó con tal sensación de pequeñez ante tanta belleza natural. El relieve terrestre se expandía dibujando el mapa glacial, y la avioneta parecía rozar los picos de las montañas completamente inexploradas por la vida humana. El Mar del Norte variaba en las intensidades de sus azules y verdes entre los cuales podían divisarse varias embarcaciones de todos los tamaños, las cuales dejaban una estela blanca a su paso. En la parte continental, entre los valles, los lagos también congelados, como si fueran insignificantes pistas de patinaje sobre hielo. De vez en cuando, entre tanto hielo y blancura, se veía algún camino, sinuoso y perfectamente delimitado, pero ni rastros de personas, o autos, u otro movimiento que sugiriera esa porción de Noruega como un lugar “habitable”.

A las 13:25 puntual tocó tierra la aeronave en un aterrizaje perfecto, a pesar del hielo de la pequeña pista, que parecía emerger del propio Mar del Norte. El aeropuerto de Tromsø-Langnes se ubicaba al oeste de la isla de Tromsøya. Era la una y media de la tarde pero en esa parte del país, la luz del sol parecía ser de las 6. El salir por la puerta del avión para descender por la escalera, fue la primera experiencia a la temperatura bajo cero. No había viento, lo cual lo hacia mucho más llevadero, aunque debo decir que tampoco fue un frío tan terrible como imaginaba (por lo menos de momento).

Luego de agarrar las valijas nos dirigimos a la empresa de rental de autos. Desde Buenos Aires, luego de mucho buscar precios, había reservado uno económico por la empresa Avis. Para nuestra buena suerte, no tenían disponible el “Toyota Yaris o similar” que habíamos alquilado, y nos asignaron un VW Golf super equipado. Hice un post específico sobre las ventajas y desventajas de manejar por el Norte de Noruega, eso pueden leerlo acá.

Era hora de comenzar la aventura. Como dije parecía que estaba a punto de atardecer, pero no, es una de las “cosas locas” que pasan en el Polo Norte (en el sur también) y es que, en esa época del año, el sol parece mantenerse siempre en el mismo lugar, tipo a media asta, hasta que finalmente cae.

Salir del aeropuerto no fue muy complicado. Gracias al Maps.me en seguida cruzamos el gran puente que va de la isla de Tromsøya al continente, para tomar la ruta E8 hacia el oeste. El destino era un pequeño poblado llamado Sjøvegan. Mi intención era acercarme lo más posible al archipiélago de Lofoten, pero era un tanto irreal llegar hasta allí. Los kilómetros en Noruega se vuelven eternos, la velocidad máxima es 70, por lo tanto se tarda mucho en recorrer las distancias por más que sean cortas. Entonces los 188 km se volvieron más de 4 horas, más allá de que paramos un par de veces.

Las rutas del norte de Noruega estaban en muy buen estado, llenas de subidas y bajas que, de vez en cuando, bordeaban los fiordos congelados. Era algo absolutamente inquietante el ver estas grandes masas de agua en estado completamente sólido, consecuencia, por supuesto, de la temperatura del exterior. Los pinos nevados, los metros de nieve a ambos lados del camino, las montañas a lo lejos, y no tan lejos, las casas de colores y techo a dos aguas con sus chimeneas humeantes. Todo resultaba absolutamente armonioso.

Eran las cinco y media de la tarde y ya el sol se había escondido dejando un cielo límpido y estrellado. Miré la temperatura que marcaba el termómetro del auto: -10,5 grados. Mis ojos se abrieron de par en par, no es que no supiera que iba a hacer frío, pero no pensé que a esa hora ya pudiera quedar freezada. Aún faltaban unos 30 kilómetros para llegar a la casa de Svein, el hospedaje que habíamos reservado por AIRBNB.

Realmente fue bastante difícil encontrar el lugar, por más que tenía las indicaciones que nuestro host nos había dado y la ubicación en el mapa, no podíamos localizar dónde era exactamente. La ruta bordeaba un lago congelado y, a lo lejos, se veía como las luces del pequeño centro de la ciudad de Sjøvegan se iban encendiendo formando diminutas estrellas amarillas. El camino no estaba muy iluminado, lo que dificultaba todavía más encontrar la casa correcta. Fuimos y volvimos en ambos sentidos varias veces, hasta que nos dimos por vencidos y activé el roaming para llamar por teléfono. Mi inglés no es de lo mejor, siempre lo digo, sin embargo entendí las indicaciones y me di cuenta que nuestro alojamiento se encontraba algunos cientos de metros más adelante que el punto marcado en el Maps.me.

Desde el camino, la casa de Svein se veía adorable. El techo a dos aguas completamente blanco de nieve, las luces encendidas en el interior, las lámparas y candelabros sobre las repisas de las ventanas generando ese clima tan cálido de las casa noruegas; los árboles vestidos con más nieve, el cobertizo a la izquierda con una luz roja encendida y, detrás de él, la que sería nuestro hogar durante las próximas 3 noches. Se trataba de una casita de madera de color bordó y detalles en blanco, también de techo triangular. Una pequeña escalera conducía al porche de la puerta de entrada, con su deck también de madera. De la pared colgaban unas raquetas para caminar sobre la nieve, las cuales me quedé con ganas de probar.

Svein salió a nuestro encuentro. Era un tipo alto, como la mayoría de los noruegos, y rapado. Llevaba unas gafas de marco pequeño, detrás de las cuales podían verse sus ojos de un celeste penetrante.

Nos saludó en inglés con una tímida sonrisa y un apretón de manos. Hablaba en tono bajo y tranquilo, pero de manera muy amable y cordial. En unos pocos minutos nos mostró la casa y todas las comodidades. Apenas abrimos la puerta de entrada una ola de calor salió a recibirnos mientras ingresábamos al hall. El piso de crujía a cada paso pero lejos de ser un sonido desagradable, más bien todo lo contrario. El hall tenía una ventana cuadrada, de esas que tienen una división en forma de cruz, a sus pies reposaba un largo mueble con algunos adornos y una pequeña lámpara de escritorio. Enfrentada a él, la puerta que conducía al baño estaba abierta y podía verse el interior. El sector de la ducha era bastante grande, con una mampara transparente que la cercaba por completo. Seguimos caminando y cruzamos una segunda puerta. La cocina – comedor era amplia y super equipada, desde microondas hasta utensilios y especias de cocina. Svein nos comentó que si bien el agua era potable tenía un olor fuerte, algo que no descubrimos hasta la hora del baño. Nos aconsejó que bebiéramos de un bidón que estaba incluido junto con nuestra estadía. La cocina también tenia su propio ventanal alargado. Donde terminaba la mesada de mármol, se encontraba una mesa de madera, bastante rústica y cuadrada, con 3 sillas alrededor. Junto a ella, otra ventana con cortinas a los lados y coronada con dos candelabros con velas blancas y largas encendidas, le daba un tono totalmente romántico. Como verán, la casa durante el día sería de lo más luminosa. Este patrón se repite en todas las casas, por lo menos que pude observar.

Como no podía ser de otra manera, lo primero que hice fue en leer los títulos de la colección de libros que se amuchaban en una pequeña biblioteca ubicada contra la pared. Como dije antes el ambiente era muy cálido, sobre todo el sector del living, conformado por un cómodo sillón rojo en forma de L, una mesita ratona con velas aromáticas, más lamparás, algunas de pie, los almohadones, y en el otro rincón, el televisor de unas cuantas pulgadas.  Solo quedaba ver la habitación, pero yo ya estaba encantada. El cuarto era pequeño. Con dos camas, una individual y otra casi matrimonial, cada una contra cada pared. Digamos que era un espacio para tres personas si se quisiera. Por la ventana y, a pesar de la oscuridad de la noche, se veía la espesura de la nieve como de un metro de alto, entre pinos y árboles.

El noruego nos dijo que cualquier cosa que necesitáramos podíamos enviarle un mensaje de texto, y muy amablemente se retiro.

Un rato después, luego de haber acomodado un poco el equipaje, abrimos un par de cervezas locales. Hay que reconocer que hacen muy buena “birra” en el país escandinavo, donde la llaman: øl. Cada 5 minutos, y estoy siendo bastante literal, me acercaba a la ventana y haciendo pantalla con ambas manos trataba de observar el cielo. Estaba tan ansiosa que ya tenia todo el equipamiento preparado para salir corriendo en cuanto aparezcan las auroras boreales. En una de esas idas y venidas, mientras terminaba mi lata de cerveza Mack, una de las cervecerías más antiguas de Noruega, escuché unos ladridos que venían del exterior. De inmediato recordé que había leído por ahí que cuando hay auroras boreales los perros suelen ladrar al cielo. Miré atolondradamente por la ventana del hall, donde estaba un poco más oscuro. En el cielo se veía algo, como si fuera una foto con bastante grano, donde no se distinguían bien los colores. Me calcé el pantalón de nieve sobre la calza térmica que tenía puesta. Botas, sweeter, gorro, guantes y la campera gruesa. Y así, casi como un muñeco de nieve que apenas podía moverse, agarré el trípode y la cámara de fotos.

Atrás de la casa, ya Svein nos había contado, la colina ascendía a través de un bosque de pinos. A cada paso que daba me hundía en la nieve. Era sorpresivo, por momentos el nivel bajaba hasta dejarme la pierna enterrada casi hasta mi rodilla. Subí la ladera alumbrando con la linterna y, en un área con un poco menos de árboles que taparan mi visión, planté el trípode. Alcé la vista, obvio que había mirado un montón de veces antes pero esta vez, quieta en la inmensidad de la noche polar, pude disfrutar por primera vez del motivo por el cual había viajado más de 13.000 kilómetros. Ahí estaba, lejana pero hermosa, sobre las luces de la ciudad. Iba y venía formando como un camino de esos que los niños dibujan al pie de la puerta de la casita. Con el correr de los minutos el color verde se intensificaba y por momentos podían verse destellos rosados en los bordes. Un flash inimaginable, difícil de describir.

No sé que temperatura hacía, pero después de sólo 10 minutos a la intemperie el frío empezaba a traspasar las capas de ropa. Trataba de mantenerme en movimiento mientras esperaba que la cámara de fotos capture las imágenes en larga exposición (si quieren saber qué necesitan y cómo fotografiar las Auroras Boreales entre en este post). De pronto sobre mi cabeza apareció otra aurora que cruzaba el cielo como si fuera un arcoiris verde. No sabría decir exactamente cuanto duró el fenómeno hasta que desapareció por completo pero aproximadamente 40 minutos después, ya estaba de nuevo bajo la confortable calefacción de la casa.

Fue una primera experiencia increíble. De esas que estoy segura no poder olvidar en mi vida… y supongo que de eso se trata ¿no?.

 

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Esta entrada tiene 2 comentarios

  1. Xochitl

    me encanta la forma en que compartes estas maravillosas experiencias!, gracias

    1. vbernardez

      Ay pero muchas gracias!!!!! 😀

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