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Snorkel en la falla Silfra en ISLANDIA

  • Categoría de la entrada:ISLANDIA / EUROPA

7 am – Reykjavik, Islandia

El despertador sonó a la misma hora que los dos días anteriores. La música se extendía apasiblemente dentro de la habitación y con mi mente, aún soñolienta, pensé que era una melodía que serviría mejor para dormirse que para despertarse. Con la escasa luz que se colaba por las extremidades del blackout de la ventana, comprobé que aún estaba sola en el cuarto para 6 personas de aquel hostel de mala muerte. Y digo esto porque realmente necesito decirlo. La frase: “las apariencias engañan”, nunca estaría mejor aplicada a este lugar. Por fuera lucía fabuloso: un comedor amplio, los pasillos luminosos con las fachadas de las habitaciones pintadas con murales de distintos clásicos del cine internacional, dignos de fotografiar. Adentro, una habitación modesta, de camas estilo cucheta metálicas, con un lavatorio con espejo y secador de pelo. Perfecto, hermoso, 10 puntos. Cuando el día anterior había decidido darme una ducha en el baño que estaba contiguo a mi cuarto, aprendí que siempre hay que mirar las puntuaciones de otros huéspedes antes de hacer una reserva en cualquier lugar del mundo. La luz de la ducha parpadeaba dejándome la mayor parte del tiempo a oscuras, pero aún así pude ver las manchas de moho en las paredes y la suciedad en los azulejos del piso. No sé qué tan caliente estarán acostumbrados a usar el agua los islandeces, pero con la que salía por esa ducha podría haber pelado un tomate, estoy segura. Demás está decir que no podía bajar la temperatura ya que tenía un solo botón y era el del agua caliente. Cuando terminé, bañándome como pude, volví a la habitación para secarme el pelo. Creo que a nadie le gustaría salir afuera con la cabeza mojada y 4 grados de temperatura con un viento de locos. OK. No hubo manera de que el secador funcione. Lo enchufé y desenchufé varias veces; apreté todos los botones en diferentes combinaciones. Nada. Me resigné a secarme un poco con la toalla y a no salir de la habitación (igualmente era de noche y todo cierra super temprano).

Se preguntarán por qué no fui a acercar mis “inquietudes” a la recepción. Bueno esto no me quedó del todo claro. Según Booking.com no había recepción, aun que a mi llegada un hombre de aspecto bastante particular, para nada amable y en un inglés que, a la segunda vez que le pedí que me repitiera solo pude responder “ok, ok” ya que no entendí ni medio, hizo mi check in.

En fin, ahora que hice mi descargo del espantoso hostel donde dormí en la capital de Islandia, puedo pasar a contarles de una experiencia extremadamente increíble.

Como decía: eran las 7 am en el hostel de mala muerte. Preparé en una mochila un cambio de ropa, toalla, desodorante, Go Pro con flotador, y todo lo que pensé que pudiera llegar a necesitar en la excursión. En otra mochila puse la cámara de fotos, botella de agua y billetera. Tenía un par de horas para desayunar y recorrer Reykjavik antes de emprender el viaje hasta el parque nacional Thingvellir.

Salí al estacionamiento donde estaba mi auto alquilado, un pequeño Hyundai blanco de 4 puertas. Guardé la mochila con la ropa adentro y comencé a caminar para el lado del centro. Estaba nublado, como de costumbre, pero en algunos sectores se veía un esperanzador cielo celeste con ánimos de despejar. No hacía tanto frío a decir verdad y es que el tremendo viento de los días anteriores había amainado bastante.

Las calles estaban casi desiertas en esa parte de la ciudad, cercana a la hermosa y extravagante Catedral. Pasé frente a una pastelería y un olor sumamente dulce invadió el aire abriéndome el apetito. Me paré a observar su vidriera pero no me decidí y seguí caminando para llegar a una de las calles principales. Reykjavik me recordaba bastante a Bergen en Noruega ( aun que si tengo que elegir me quedo siempre con el país puramente escandinavo ❤). Caminé un par de cuadras más y encontré una crepería. A través del vidrio vi las enormes tazas de café que una pareja saboreaba mientras reian felices, estilo spot publicitario de café Bonafide. Me gustó la taza, el tamaño, así que entré. En seguida leí el pizarron con los precios que estaba colgado en la pared detrás del mostrador; algo qué hay que hacer todo el tiempo en un país tan caro como ese. Un joven de unos 25 años que vestía un delantal negro sobre una camisa blanca me preguntó qué iba a llevar. Le pedí un café americano para tomarlo allí y de inmediato me preguntó: where you from?. Me encanta decir ARRRRRGENTINA, para después repetir “ARSHENTINA”, ya que no todo entienden. Y la respuesta es siempre la misma: ohhhhhhh ” Arshentina”, con una sonrisa de oreja a oreja y cara de asombro, como si estuvieran frente a un extraterrestre. Bueno la cuestión es que también me pregunto cómo me llamaba porque era un servicio estilo Starbucks, por más que había no más de 5 personas en el diminuto local. Lo extraño, y me pasó varias veces en Islandia, es que escribieron mi nombre a la perfección y sin repetirles (no como aquella vez en NY, que en Starbucks me rebautizaron “Melánica”) . La cosa es que fue un muy buen café por el módico precio de 5 dólares (por si no se dieron cuenta es irónico… aun que, pensándolo bien, en Bs As te lo cobran $70… entonces no estaríamos tan lejos de ser Islandia…ja! bueno… mejor dejamos las reflexiones ahí)

Eran cerca de las 10 de la mañana cuando decidí partir de aquella crepería ambientada como “Alicia en el País de las Maravillas”… o por lo menos eso me recordaron las lámparas de lo más curiosas que colgaban del techo, donde la tulipa era una taza dada vuelta con su plato y cucharas contorneando el cable de electricidad.

Caminé por el pequeño centro el cual tiene dos calles principales (Skólavörðustígur y Laugavegur) llenas de restaurantes, pubs y negocios , sobre todo de souvenirs y productos made in Iceland. Consulté en varios buscando precios, más que nada para llevarme algunas cositas vikingas. Debo admitir (aun que no me guste) que Islandia tiene mucho más arraigado el tema de los Vikingos que Noruega. Por todos lados van a encontrar productos y cosas relacionadas con ellos y por supuesto, todo tipo de merchandising. Entré en un local que decía tener tax free. Nunca lo había pedido hasta este viaje. Cuando salí de Irlanda, completé los formularios en el aeropuerto pero aún no sé si lo hice de manera correcta y si se generará el reintegro. La cosa es que me volví “fan” del tax free y a cada tienda donde veía las dos palabras mágicas, entraba. Este negocio era bastante grande, con un primer piso y un subsuelo, todos abarrotados de recuerdos, ropa, regalos y un montón de cosas innecesarias (pero necesarias) para comprar. No sé cuánto tiempo habré estado pero de repente vi que el hombre que gentilmente me había dado la bienvenida detrás del mostrador, se me había acercado lo suficiente como para darme cuenta que me miraba fijo. Lo miré esperando que dijera algo y así fue: — where you from?Argentina. Todo lo que ya conté antes… sin embargo, el hombre añadió: — habla español…
Yo: — así es…
Él: — buen vino Malbec.

Ahí me di cuenta, siendo las 10 de la mañana, que aquel hombre tenía los ojos un tanto idos. Que, además, le dificultaba mucho articular las palabras, sea en español, inglés, islandés o lo que fuera. Y que, también, se tambaleaba a cada paso quedaba como si estuviera balancenadose sobre una cuerda floja. En resumen: estaba totalmente ebrio y de eso no había ninguna duda. Ahí es cuando me cayó la ficha del por qué los supermercados del país, en general, son libres de alcohol.

El islandés me cobró las dos camisetas y el imán, y luego garabateó su firma en el papel del tax free con su mano temblorosa, lo cual se trasladó al papel. Salí de ahí, cruce la calle y me metí en otro local. Me van a tildar de compradora compulsiva pero, tomando ese riesgo, sigo relatando los hechos tal y como fueron.
No tenía demasiado tiempo, me había puesto como límite volver al hostel a las 11 para emprender el viaje hasta el punto de encuentro de la excursión. Como entré en ese nuevo local volví a salir. Creo que con sólo mirar la cara de depresión que tenía la mujer que atendía, hacía que hasta me den ganas de preguntarle si se encontraba bien. OJO. Con esto no vamos a generalizar, porque también conocí gente alegre en Islandia, pero que curiosamente eran extranjeros viviendo allí… tal vez se trataba de “la cuadra menos alegre de Reykjavik” y yo no lo sabía. :p

Eran cerca de las 11:30 cuando encendí el motor del auto y mientras me comía un sándwich de no sé qué (hasta ese momento no sabía que el Pestóskinka era tan soóo carne de cerdo, es decir, jamón cocido, con un borde de hierbas estilo pesto, y yo creyendo que estaba ingiriendo algún animal extraño) y un queso en hebras que fue el más barato que encontré en el supermercado Bonus (según los locales, la cadena de supers más barata de Islandia). Terminé el sandwich y ajusté el GPS para llegar al punto de encuentro: el centro de visitantes del Parque Nacional Thingvellir. El teléfono me decía que eran unos 50 kilómetros, pero estaba segura que tardaría más de la media hora que el aparato especificaba.
Y dicho y hecho. El tránsito de Reykjavik estaba algo pesado. En el primer tramo, hasta salir a la ruta, la máxima no pasaba los 60 km/h y cada unos 500 metros aparecía una rotonda, donde había que disminuir aún más la velocidad. Por supuesto, y como si fuera poco, empezó a llover, lo cual en vez de ir a los 90 km/h permitidos me parecía lo más prudente ir a 80. En fin. Tardé más o menos una hora en llegar al parador. El día estaba totalmente gris y lloviznaba de a ratos, pero me alentaba el hecho de que había muy poco viento. Vuelvo a hacer hincapié en el tema del viento porque realmente el día anterior lo había sufrido. Estacioné el auto y me acerqué a una camioneta que estaba parada a tres lugares de distancia. Pegado en el parabrisas tenía un cartelito con el logo y nombre de la empresa donde había reservado la excursión: Iceland Advice. Un muchacho de unos 30 años, sentado en el asiento del conductor miraba con sus ojos celestes, casi transparentes, unos papeles. Golpeé levemente la ventanilla y en seguida levantó la vista y bajó en vidrio. Le expliqué que tenía una reserva para la excursión del snorkel y me preguntó mi nombre. Buscó entre los papeles hasta que encontró mi reserva, luego miró su reloj y me dijo que aún era demasiado “early” y que podía esperar adentro del centro de visitantes, que allí se encontraría conmigo y los demás a las 13 hs.

Ingresé al hall del local, el cual tenía unas estanterías llenas de folletos de distintas excursiones que se podían hacer en Islandia. Desde allí ya se sentía el cálido aroma del café recién hecho que salía de la máquina que estaba a unos metros. Varias personas hacían fila para hacer su orden a una señora rubia y rechoncha que estaba detrás de la caja registradora, apoyada en un pequeño mostrador. Me puse en el último lugar y mientras avanzaba en la cola pensaba lo que iba a pedir. Cuando llegó mi turno no hubo ninguna sorpresa: —One Americano, please — dije. La mujer me miró con sus redondos ojos azules y me preguntó si lo quería grande o pequeño. Después de mi respuesta me dio un hermoso tazón de porcelana. Me cobró las 520 ISK que salía y de inmediato me acerqué a la máquina para servirme a mi gusto el café y los adicionales de azucar y leche. Me senté junto al gran ventana por donde se veía flamear la bandera islandesa sobre el cielo gris claro. El Parque Nacional Thingvellir tenía los mismos colores que todo lo que había visto de Islandia hasta el momento. Amarillo, negro y algo de verde. Es la época, pensé. Y sí, recién estaban entrando en la primavera y, según lo que me enteré, había sido uno de los inviernos más largos y crudos de la historia, al igual que en toda Europa. A lo lejos, las montañas con nieves eternas se perdían detrás de las nubes que seguían sin resistencia el curso del viento norte. En cuanto al café, no estaba nada mal. Cuando terminé aun faltaban unos 5 minutos para que el reloj diera la 1 de la tarde. De pronto vi entrar al muchacho de la camioneta seguido de una pareja. Se sentaron en una de las mesas vacías. Dos chicas más se acercaron a ellos al mismo tiempo que lo hice yo. El hombre de la camioneta se presentó como Weston, — con “W”— dijo. Él nuestro guía en la aventura que estaba a punto de empezar. Comenzó a darnos las indicaciones de cómo serían los pasos a seguir de ahora en más y luego nos enseñó una especie de contrato, el cual tuvimos que firmar y escribir un número de contacto de algun familiar, por si acaso. Un señor de unos 45 años, o tal vez más, de clara descendencia asiática, entró al centro. Se acercó a nosotros y se presentó ante Weston quien rápidamente lo buscó en la lista. Con él completamos el cupo máximo de 6 personas que admitía la excursión.

Llegó el momento de las presentaciónes. Generalmente en las excursiones de pocas personas suele suceder, asi que Weston nos preguntó a cada uno de donde éramos. Cuando llegó mi turno, quedó totalmente sorprendido (y aun más cuando le dije que estaba sola). Sorpresivamente empezó a hablarme en español, más o menos al nivel que yo hablo inglés, y me contó que vivió tres años en Paraguay y había visitado Argentina en varias oportunidades.

El guía volvió a explicar lo que tendríamos que hacer al salir de allí: antes que nada, para quienes quisieran ir al toilet, era el momento. Nos aconsejó que nos quedáramos con ropa térmica finita como “primera piel”. En ese momento maldije para mis adentros recordando que había olvidado llevar la camiseta térmica y sólo tenía puesta una de algodón de manga larga. Ahí empecé a “hacerme la cabeza”. Visualicé los titulares de Buenos Aires: “Argentina muere de hipotermia en la falla Silfra en Islandia”.

Bueno… ya sé… un poco extremista.

Lo siguiente que apuntó Weston fue que cada uno tendría que tomar su vehículo y seguirlo en caravana unos 3 kilómetros. Cuando él se detuviera, tendríamos que seguir unos metros más hasta el estacionamiento donde dejaríamos los coches y volveríamos a pie hasta la camioneta. Y así fue.

Luego de dejar los autos y pagar 500 ISK de estacionamiento (no lo tenía contemplado), caminé bajo la intermitente llovizna hasta donde estaban las combis. Había unas 10 camionetas aparcadas de diferentes compañías de actividades. Me uní al grupo mientras Weston terminaba de acomodar los bolsones que contenían los equipos. Los repartió y dio las instrucciones de cómo colocarlos. Dentro del bolso había una especie de mameluco negro con una tela de peluche rosa por dentro. Me saqué la ropa quedando sólo en calza y la remera de manga larga, y de inmediato me metí dentro del mameluco. Weston asignó a cada uno un traje de neopreno, a los cuales colocó talco en las estrechísimas mangas, justo donde quedarían las muñecas. Para ponernos los trajes primero teníamos que subirlo hasta la cintura y luego agarrar las mangas del mameluco con las manos y, tomando envión, introducirlas a la vez hasta que queden afuera. Era increíble lo apretadas que me quedaban las muñecas… y así vinieron los primeros pensamientos de pánico; el problema fue que recordé la noche donde anduve en moto de nieve bajo la Aurora Boreal en el norte de Noruega. Llegando al final de la travesía, no sentía los dedos de los pies debido a los 15 grados bajo cero que hacían. Y sabía que era algo peligroso el tema del frio y la circulación de la sangre. Sabía que, en un tiempo considerado, hasta podría perder las extremidades.
Ya sé, ya sé… estoy siendo muy dramática, pero es algo que puede pasar. Y bueno, en ese momento, a pocos metros de la falla Silfra, en Islandia, en aquel remoto lugar donde los siguientes 40 minutos iba a nadar entre los continentes de América y Europa, me miraba las manos y movía los dedos comprobando con mi imaginación a ver cuánto podría llegar a sentir el movimiento, en el caso de que comiencen a congelarse sin darme cuenta. Con bastante esfuerzo logré acomodar la manga del mameluco para que la presión sea menor, pero llegó el turno de meter la cabeza en el traje de neopreno y cerrar el cierre que atravesaba la espalda de hombro a hombro, quedando mi cuerpo casi hermético. El estrangulamiento me paranoiqueó aún más. Sentía que no podía respirar con aquel cuello de goma apretandome las carótidas y la tráquea. Me costó varios minutos acostumbrarme y sobre todo dejar de pensar en las “1001 maneras de morir”. Weston acomodó mi cuello doblando el sobrante hacia adentro y midiéndolo con el dedo verificando cuánto espacio quedaba. Luego lo sujetó (como si todavía no estuviera apretado) con un collar de plástico, similar a los que se le ponen a los perros para sacarlos a pasear. Las botas venían incorporadas al traje y lamenté no haberme puesto un par de medias extra sobre las térmicas; aún no había entrado al agua y ya tenía los pies helados (como de costumbre).

El guía abrió la caja que contenía los pasamontañas, también de neopreno. Nos dijo que había varios talles y que cada uno elija el que más le convenga. Agarré un S, aunque dudaba que mi cabeza pueda entrar allí. Me lo puse. Más presión. Era muy complicado acostumbrarse, o será que todo aquello era una experiencia nueva para mí. Guantes estilo tortuga ninja, patas de rana y antiparras amarillas con snorkel. Todo listo.

Caminamos bajo la fina llovizna hasta la entrada a la falla. Una escalera se adentraba algunos metros en el agua transparente. Weston explicó que, si nos cansábamos de nadar, nunca debíamos agarrarnos de las rocas que formaban la falla, si no darnos la vuelta y hacer “la plancha”, ya que podíamos provocar un derrumbe. Nos mostró en un mapa desde dónde hasta dónde iríamos y en qué parte podíamos dejarnos llevar, flotando, y en cuál tendríamos que nadar. Era muy poca la dificultad realmente, pero mi miedo era qué pasaba si me cansaba justamente de nadar, o si me agarraba pánico por algún motivo y quisiera agarrarme de algo. Creo que Weston se percató de esto al ver mi cara de preocupada (además que estaba todo el tiempo tratando de arreglarme el cuello para no ahorcarme con el traje) y me dijo que vaya adelante con él.
Así fue como me convertí en la primera en entrar a las aguas provenientes del glaciar Langjökull, el cual se encuentra a unos 50 kilómetros de distancia de allí. Fue increíble la sensación, con aquel traje comencé a flotar como si fuera un globo. Me tiré panza abajo y sumergí la cara en los 2 grados de temperatura.

El mundo submarino tenía un color azul intenso y hermoso. Comencé a nadar impulsándome con los brazos y apenas moviendo las piernas. La corriente nos desplazaba de una manera súper placentera. En esa primera parte, la fisura no era demasiado profunda, pero se visualizaba perfectamente la grieta que cada año se ensancha un par de centímetros más. Musgos, algas y demás vida vegetal acuática cubrían la superficie de las rocas milenarias. Pero lo más extraordinario era como iba variando el color del agua entre celestes, azules y turquesas, para luego convertirse en verdes. A medida que avanzaba, observaba las piedras superpuestas como una gran montaña de escombros luego de un terremoto… y es que en sí, aquel cañón era producto de aquel fenómeno natural.

Para dejar tranquila a mi conciencia, movía los dedos para comprobar que aún respondían, sin embargo, no se si fue la adrenalina del hecho de pensar “estoy haciendo snorkel en Islandia. Sí, en ¡ISLANDIA!” o qué, pero tenía las manos hasta calientes.
De pronto sentí cómo una mínima gotita de agua se escabulló por mi cuello y recorrió mi espalda. Traté de mover menos la cervical para que no vuelva a suceder.

Mis compañeros iban algunos metros atrás y Weston nadaba como pez en el agua sacándonos fotos con una pequeña Go Pro. Cada tanto me daba la vuelta para ver por donde venían y si tenía que seguir alguna indicación determinada. Cuando hacia eso, y me ponía boca arriba dejándome llevar por el curso del agua, miraba el cielo gris y cómo, así y todo, el sol traspasaba aquellas nubes grises formando un círculo perfecto de un blanco reluciente.

El tiempo pasó volando, y cuando me quise acordar ya habíamos dado toda la vuelta hasta la escalera de salida. Weston nos dijo que los que quisiéramos podíamos nadar un poco más adelante, donde se abría una gruta mucho más estrecha pero aparentemente muy hermosa. Los 6 snorkelistas nos dirigimos hacia la angostísima entrada de la fisura. Pasamos de a uno, en fila. Weston tenía razón. Era una de las partes más bellas.
A la hora de volver fue como transitar Buenos Aires en hora pico. Nos chocábamos unos con otros en un embotellamiento de cuerpos y patas de rana. Cuando logramos desenmarañarnos comenzamos a salir del agua agarrándonos de las barandas que tenía la escalera, idéntica a la de la entrada. Afuera todavía lloviznaba, aun que poco importaba.

Nos sacamos las patas de rana y el antifaz, y seguimos el sendero que nos llevaba de regreso hacia el punto de partida.

Cuando me saqué los guantes, el agua que salió de allí adentro era caliente, algo que me dejó sorprendida. Ahí fue cuando recién comencé a tener frío. Nos cambiamos lo más rápido que pudimos. La lluvia se había vuelto más intensa y no era nada fácil sacarse aquel traje mojado. Cuando estuvimos todos bien abrigados, con las ropas con las que habíamos llegado, Weston nos ofreció chocolate caliente y galletitas. Nada mal para volver a entrar en calor.

“Una experiencia única, en uno de los lugares más extraordinarios de la tierra”, creo que esa frase resume todo sobre esta imperdible excursión que no pueden dejar de hacer si tienen la posibilidad de estar en las tierras vikingas.

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Esta entrada tiene 3 comentarios

  1. Adolfo

    Maravilloso relato, es como estar ahí. Felicitaciones

    1. vbernardez

      Muchas gracias!!! 😀

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