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El secreto mejor guardado de Wicklow: la mansión Guinness

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“Expectativas vs. realidad…”

Hace rato que esta es una de mis frases de cabecera aplicable a muchos aspectos de la vida. Lo difícil, a veces, es hacer que la realidad supere las expectativas y frecuentemente, que esto pase o no, va de la mano de la suerte; o por lo menos así lo veo yo.

Sinceramente, y no es que quiera alardear acerca de eso, me considero una persona que tiene mucha pero mucha suerte, pero también pienso que tiene que ver con que soy tenaz y cabezadura (algún día tenía que admitirlo), es decir, voy por aquello que quiero cueste lo que cueste. “Insistente”, sí. “Intensa”, como dicen mis amigos. En fin, esos conceptos me parecen un buen preámbulo para la siguiente historia:

Algunos ya sabrán que amo el cine y todo lo que eso conlleva. Que me encanta, cuando viajo, explorar aquellos lugares donde se rodaron mis películas y series favoritas. No sé si el caso de Vikings pueda tomarlo como “serie favorita” pero siento por ella algo muy especial, ya que fue uno de los empujones para conocer Noruega y aumentar mi interés y amor por la cultura vikinga. Investigando sobre los lugares para conocer en Irlanda, me entero de que gran parte de la serie se filmó en las colinas de Wicklow, un parque nacional a unos 30 kilómetros al sur de Dublin. Además en ese mismo lugar, que son hectáreas y hectáreas de campos y colinas con valles, lagos, y bellos paisajes, también se filmó “PD. Te amo”, una de las películas más románticas protagonizada por Hilary Swamk y Gerard Butler.

Unas semanas antes de viajar a Dublin, mientras hacía una videollamada con mi mejor amiga Nati, quien en ese momento estaba viviendo en Barcelona por dos meses, hablábamos sobre las cosas que íbamos a hacer durante esos 4 días en la capital irlandesa. La idea era viajar, yo desde Buenos Aires y ella desde Barcelona el mismo día y encontrarnos allá. Nati insistía con que alquilemos un auto para ir hasta Wicklow, argumentando que los paisajes de una de sus películas favoritas eran totalmente de ensueño. Debo reconocer que la idea me gustó, por un lado, porque iba a “practicar” conducir por el lado derecho con ella, y no mandarme sola como lo tenía previsto para luego de su partida. Creo que lo único que no me cerraba era rentar el auto en una ciudad grande y meterme en la zona neurálgica de la Dublin sin experiencia previa.

Pasaron los días sin terminar de decidir esto y llegó aquel jueves, nuestro primer día en Irlanda. En nuestro afán de “ahora o nunca” terminamos buscamos dónde alquilar un auto cerca de nuestro hostel para ese próximo sábado.   

La primera vez que salí a manejar del lado derecho pensaba que iba a chocar en los primeros 100 metros. Mi miedo más terrible era que “me olvidara” que tenía que mantenerme a la izquierda de las calles e instintivamente, según lo aprendido durante los últimos 15 años, pegara un volantazo a la derecha. Cuando salimos del estacionamiento del rental donde Brian, Nati y yo habíamos alquilado aquel Volkswagen Polo increíble, ya me dolía la mano de golpearla contra la puerta buscando la palanca de cambio. No voy a adentrarme mucho sobre esto, pero pueden leerlo en “Cómo perder el miedo a conducir por la izquierda”. Nati, mi mejor amiga de toda la vida, era la copiloto designada, quien por el momento solo daba indicaciones y leía el mapa que nos llevaría hacia Wicklow. Por el contrario, a Brian lo habíamos conocido el día anterior en el free tour que hicimos para tener un primer panorama de la ciudad. Tres palabras y ya era nuestro nuevo mejor amigo e hijo adoptivo. Era argentino también y no sé cuál será el efecto que eso tiene pero suelo “pegarme” a los argentinos que conozco en el extranjero de manera instantánea. Y, como buen “argento”, Brian cumplió un perfecto rol de “cebador de mates” durante los 45 minutos que tardamos en salir del cemento y llegar a la naturaleza.

El día anterior, en una pequeña cafetería durante el “break” del free tour por Dublin, charla y café con leche de por medio, habíamos acordado que nuestra primera parada en ese “road trip” de un día, sería el lago que utilizan como set de filmación para la serie “Vikings”. Antes del viaje había marcado en mi mapa ese lugar que simula ser Kattegat, el lugar donde se encontraban los asentamientos vikingos liderado por el legendario Regnar Lothbrok.

La autopista M50, que circunvala la capital irlandesa, estaba en excepcionales condiciones. Ancha, varios carriles, máxima de 120, ideal para una conductora novata como yo con un volante a la derecha. Cuando así lo indicó el GPS tomamos la R115. Una ruta mucho más angosta, de dos carriles y casi sin banquina; se abría zigzagueante entre las colinas que parecían estar recubiertas por una felpa suave y verde, con bovinos pastando a lo lejos. El cielo estaba totalmente encapotado de un gris claro y la niebla matutina cubría los prados y las casas rurales, creando esa atmósfera tan característica. Cada tanto un auto pasaba a toda velocidad por la mano contraria. Lo veíamos avanzar por el camino sinuoso como si fuera un autito de carreras, siempre a la misma velocidad, para de pronto parecer venirse encima y rozarnos con la total indiferencia del conductor. Para ese entonces mi confianza me hacía bajar la velocidad a la mitad y casi cerrar los ojos para dejar pasar al local.

Después de tomar varias rutas secundarias llegamos a un punto bastante alto donde el camino que teníamos que agarrar estaba cerrado por una reja enorme que atravesaba la calle de punta a punta. En uno de los costados, sobre los pastos húmedos, había una parte abierta como único acceso peatonal. Según el mapa, el lago se encontraba justo bajando por esa cuesta, que era lo suficientemente empinada como para imaginarme el dolor de piernas que me atacaría al regreso. Dejamos el auto estacionado en una suerte de “parking” unos metros más arriba, en un espacio donde apenas cabían 3 o 4 vehículos.

Atravesamos la reja y comenzamos a descender rápidamente, casi empujados por la inercia. Los pastos verde musgo se entremezclaban con los amarillos, producto de la salida del invierno. A esa altura, no sabría decir exactamente a cuanto estábamos, distinguir si era una nube o niebla lo que se suspendía a pocos metros sobre nuestras cabezas, era casi imposible. El cielo seguía totalmente gris y cerrado, nada inusual teniendo en cuenta que estábamos en la isla esmeralda. Por mi lado, lo único que le rogaba a Freyr, el dios nórdico de la lluvia, era justamente que eso no pasara. Lo habíamos experimentado el día anterior mientras caminábamos en el free tour, y si no hubiésemos conseguido un paraguas, habríamos terminado en cama con 40 grados de fiebre.

El camino se asentó llano y recto luego de una curva. Aún seguíamos en altura y desde allí se veía lo que quedaba de él hasta perderse en la lejanía, en otra vuelta más pronunciada. El curso de un río bastante estrecho acompañaba la ruta de manera paralela. Supuse que ese mismo desembocaría directamente en el lago que buscábamos, ya que nos encontrábamos muy cerca, o por lo menos eso decía el Maps.me.

… y estábamos ahí, en medio de las colinas de Wicklow y el punto azul en el mapa del teléfono que indicaba nuestra posición actual, parecía estar a pasos del rojo, que marcaba la ubicación del lago. El único pequeño inconveniente era que el camino por el que veníamos, y por el que deberíamos continuar, estaba interrumpido por una nueva reja de dos metros de alto que cruzaba la calle. Del lado derecho, una pequeña construcción oficiaba de puesto de vigilancia pero estaba vacía. Salimos del asfalto hacia los pastizales que tenían un margen de unos 8 metros respecto de la propiedad privada. Sí… estábamos buscando la manera de pasar igual (¿Argentinos nosotros? nahhh!), pero un alambrado cercaba toda la zona, bajando por la ladera y acompañando la ruta, el río y un grupo de trekkinistas que venían adelante nuestro. Seguimos ahí, sin poder creer que íbamos a tener que dar media vuelta y regresar por donde habíamos venido. Nada peor para mi que haber perdido tiempo yendo hasta ahí en vano. Que no íbamos a llenar nuestras expectativas, ni a ver el lago, ni absolutamente nada que nos hayamos podido imaginar. O por lo menos eso me pasaba a mi, aunque estoy casi segura que mis dos acompañantes sentían la misma frustración.

No sé cuanto tiempo pasamos mirando la reja negra de hierro que nos impedía el paso, chequeábamos el mapa, pensando si habría alguna otra manera de acercarnos o al menos poder verlo desde lo lejos… y de repente, como si toda nuestra energía estuviera impulsando a que las cosas simplemente sucedan, el portón se abrió y un auto de color azul oscuro y bastante polvoriento salió lentamente de la zona prohibida en dirección a nosotros que estábamos parados en el medio de la calle. Los tres miramos al conductor: un hombre de tez morena, de clara descendencia árabe, o por lo menos eso revelaban sus rasgos. Posó su mirada sobre nosotros con una expresión desinteresada.

_ Preguntémosle, preguntémosle. – arengué mientras me acercaba al auto. Brian era el traductor oficial del “equipo”, ya lo había demostrado esa mañana en la oficina donde alquilamos el auto, y como no podía ser de otra manera, fue quien comenzó la charla con el conductor, escoltado por nosotras dos. En pocas palabras le preguntó si allí estaba el lago, a lo que el hombre contestó afirmativamente, además de agregar lo obvio: era propiedad privada. ¿De quién?, quisimos saber… y la respuesta fue, nada más ni nada menos, que de la familia Guinness. Lo más increíble aún era que no sólo el lago era de los millonarios cerveceros, sino que las miles de hectáreas a la redonda también les pertenecían. Digamos  que la mitad de Wicklow era de su exclusiva propiedad. Seguimos indagando a través de Brian, intentando ver si se podía acceder o por lo menos ver el lago desde alguna otra parte, pero no había caso, la única entrada era por aquel portón.

— ¡Decile que vinimos desde Argentina solo para ver ese lago!, que somos super fans de la serie – le rogué a Brian casi en tono de nena chiquita… y creo que esa expresión fue lo que hizo que el milagro se produzca. El conductor dijo algunas frases en inglés y luego arrancó lentamente hacia donde descendía la colina. — Dijo que va a dar a vuelta y nos levanta, supongo que para llevarnos a la entrada por lo menos; pero que vayamos un poco más allá porque acá hay cámaras — dijo Brian mientras los tres contemplábamos como el auto se alejaba quedando diminuto sobre el paisaje. Caminamos unos metros en silencio en la misma dirección. Estaba decepcionada, pero con un pequeñoalivio por el hecho de no tener que subir la tremenda cuesta que nos separaba de nuestro auto. Miré a lo lejos, allá abajo el camino se escondía detrás de una gran arboleda, la misma por donde el auto había desaparecido. Cinco minutos después, empezamos a pensar que habíamos entendido mal y que en realidad el hombre se había marchado así sin más. Cuando de pronto el auto azul oscuro resurgió de entre los frondosos árboles, casi saltamos de la emoción. Se detuvo a unos 10 metros de donde estábamos inicialmente. Nati y yo subimos en la parte de atrás y Brian del lado del copiloto. El interior estaba tan polvoriento como el exterior. Observé el piso. Me hizo recordar a mi propio auto en Buenos Aires: ropa, un cuaderno, una botella de agua… todo lo necesario para que el auto sea el segundo hogar de cualquier persona. Estábamos agradeciendo de ante mano el “aventón” cuando el vehículo encaró hacia el gran portón negro y se detuvo frente a él. El hombre sacó un control remoto y luego de accionar uno de los botones, éste comenzó a abrirse. Creo que la expresión de los tres fue la misma. Con los ojos brillantes de exaltación y abiertos de par el par nos miramos buscando encontrar una explicación a lo que estaba pasando. Porque a ciencia cierta, lo que estaba pasando en ese precioso momento, lo impensado de ese 7 de abril en Wicklow, Irlanda, era que tres argentinos estaban metiéndose infraganti en la propiedad privada de una de las familias más ricas y poderosas del país. Claro que no lo voy a tomar como “delito”, más bien como una aventura que fue solo cuestión de suerte; estar en el momento indicado, en el lugar indicado. Azar o destino, casualidad o causalidad… y un poco de insistencia, pero nada más.

Mientras Brian seguía charlando con el hombre que resultó ser el cuidador de la inmensa propiedad, Nati y yo seguíamos anonadadas de lo que estaba pasando y no dejábamos de mirar por las ventanillas hacia ambos lado. El camino era angosto, no sé si cabrían dos autos a la par. A la derecha la colina ascendía entre miles de árboles altísimos y de tronco muy fino, que sumados a la velocidad a la que íbamos generaba un efecto visual casi hipnótico. A la izquierda, a unos 50 metros, el monte finalizaba dejando un llano de algunos metros más donde apareció el lago. La quietud del agua, cual espejo, reflejaba otro monte que parecía nacer del mismísimo lago. A lo lejos se veía la playa donde se recreaba la legendaria aldea de Kattegat en la serie, y es justo ahí donde hicimos la primera parada.

El paquistaní insistía con que no hagamos videos de ese momento que para nosotros era único e irrepetible. — Only photos — repetía una y otra vez al ver que los movimientos que hacíamos eran dignos de una grabación. Debo pedirle disculpas públicas porque era inevitable. Todo el mundo sabe que no es lo mismo una imagen fija que 24 imágenes por segundo, que no solo tienen movimiento, sino que podemos escuchar todo lo que en ese lugar y en ese momento sucede.
Cuando volvimos a subir al auto, nuestro “chofer” y guía privado nos preguntó si queríamos ver la casa de Mr. Guinness.
«¡¡¡¿¿¿Qué???!!!». Sostengo absolutamente que esa fue la pregunta que nos hicimos internamente los tres, al unísono y en ese tono de sorpresa que cualquier persona medianamente “normal” pondría cuando algo inédito está sucediendo. Sin aguardar una respuesta, y supongo que guiándose por la emoción en nuestras caras, Malek piso el acelerador y el auto comenzó a avanzar nuevamente, dejando atrás el lago y el bosque.
Tres minutos más tarde, en un valle sumamente verde, de pastos bien cortados y rodeado de colinas, se hallaba una construcción parecida a un castillo no demasiado ostentoso. El edificio, a simple vista, era de una sola planta, con su fachada pintada de blanco y bordes marrones. Su forma consistía en dos torres unidas por otro (u otros) ambiente en el medio, igual a como dibujaríamos un castillo si llamáramos a nuestro imaginario colectivo. Lo que más llamó mi atención fue que todas las ventanas estaban tapadas con cortinas, las cuales mantenían el misterio de su interior. Justo en el momento que comenzábamos a alejarnos del castillo el dueño de la cerveza, Malek nos preguntó si teníamos ganas de ir al baño. Tanta amabilidad ya nos resultaba un tanto sospechosa; somos argentinos y en mi opinión, una de las “especies” más desconfiadas que existe. Así y todo, y dando por hecho la ignorancia de Malek sobre el idioma español, dijimos en voz alta y clara: bueno, de última somos tres contra uno — y acto seguido aceptamos su propuesta. Lo que no sabíamos era que no íbamos a conocer el baño “Real” del castillo que estaba ante nuestros ojos. El auto siguió en línea recta por el sendero y se detuvo al final, a un metro de impactar contra el enorme portón verde de algo que se podría asimilar a un galpón.
— This is my place — dijo Malek con cierto orgullo. Miré a Nati, quien inmediatamente me devolvió la mirada en silencio; ambas sabíamos lo que la otra pensaba acerca de aquella bizarra situación. Malek bajó del auto y mis amigos y yo quedamos un tanto dubitativos. Brian fue el primero en salir y comenzó nuevamente a darle charla al pakistaní, como si estuviera tratando de distraerlo con el fin de que nosotras hagamos “algo”, o por lo menos esa fue mi percepción por más que no entendiera el fin. Un minuto más tarde, también salimos del auto, seguras de que no habíamos olvidado ninguna de nuestras pertenencias adentro.
El lugar era de lo más cinematográfico: esa construcción que, como dije, se asemejaba más a un garaje que a una vivienda, estaba rodeada de una espesa vegetación de un verde tan vivo que parecía que alguien estuviera manejando su intensidad con Photoshop. El silencio y la paz absoluta que había dejado el ruido del motor al apagarse era quebrado por el correr de las aguas de un arroyo con pequeñas cascadas que se encontraba a pocos metros de allí. Los cuatro nos dirigimos hacia uno de los laterales del galpón y subimos una pequeña escalera hasta la puerta de entrada. Aún con cierta desconfianza entramos al “bunker”. Era una casa modesta, con una sala de estar de muebles modernos pero básicos y una cocina bastante amplia pero algo escueta. El piso del pasillo y de la sala estaban alfombrados por lo cual nuestras pisadas ni siquiera se oyeron cuando atravesamos el corredor hasta la puerta del baño. Brian fue el primero en pasar y Nati y yo nos quedamos casi pegadas a la puerta esperando. De una de las paredes colgaba un hermoso mapa antiguo que daban ganas de arrancarlo y salir corriendo como ladrón de museo. Después de Nati siguió mi turno. El baño era pequeño, de una forma bastante irregular y con una ventana bastante indiscreta. A través de la cortina podía ver como Brian continuaba charlando con Malek como si se conocieran de toda la vida.
Ya estábamos listos para el regreso, sanos y salvos. Subimos al auto y retomamos por el camino de tierra que conducía a la salida. En el corto trayecto hasta el portón de entrada, el pakistaní nos contó que trabajaba en este lugar como guarda sólo los fines de semana, pero que en sí, no recibía muchas visitas y estaba generalmente deshabitada. Nos sorprendió que nos pregunte si nos gustaba el whisky, algo que fue pura y exclusivamente para contarnos, casi a modo de chisme, que la familia Guinness producía en ese lugar uno especial que no estaba a la venta, y que solo era para consumo de dicho “clan”. Cuando estábamos por llegar nuevamente a la cima de la colina donde había arrancado nuestra aventura, empezamos a preguntarnos si deberíamos darle una propina. Sabíamos que algunas personas de descendencia árabe y algunas religiones podían llegar a tomar como falta de respeto hacerlo, por lo tanto esperamos a ver si Malek nos decía algo relacionado a eso. Algo que no sucedió. Sólo estrechamos su mano al bajar y le agradecimos.
Volvimos al auto. Aún no entendíamos bien que había pasado durante los 60 minutos anteriores. No caíamos en dónde nos habíamos metido…
Supongo que a veces la realidad supera ampliamente a la ficción, ¿no?… y es de lo mejor que puede pasar en un viaje.
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