Fue uno de los días más esperados del viaje. Eran aproximadamente las cuatro y media de la tarde cuando aparcamos frente al Radisson Blu Hotel de Tromsø, Noruega. No sé que temperatura hacía, pero sentía que ya me había acostumbrado al frío polar. ¡Qué ingenua al pensar eso!. La verdad es que aún no tenía ni la más mínima idea que en pocas horas conocería lo que realmente es estar arriba del Polo Norte.
Salimos del Golf alquilado agarrando todo lo que creía necesitar para la gran noche: abrigos, guantes, bufanda, la cámara de fotos y el trípode. Divisé que frente a la entrada del hotel, una camioneta tipo Van aguardaba impaciente a sus pasajeros, lista para salir de excursión. Afuera, parado junto a ella, un hombre de pelo largo rubio y robusto, casi un cantante heavy metal, hablaba con algunas personas mucho más pequeñas que él, lo cual lo hacia sobresalir en el paisaje notablemente. Los edificios, que no eran demasiado altos, tapaban el sol que había comenzado a descender de su ubicación habitual. Y es que cuando uno esta en el Polo Norte (y en el sur supongo que será igual), el sol sale y pareciera que se mantuviera casi todo el día a una misma altura hasta que llegue el momento del ocaso, donde vuelve a esconderse. Claro que esto se da en esa época del año. No olvidemos que los países escandinavos tiene meses de día y de noche, entre otras particularidades.
Un cartel escrito en noruego e ingles anunciaba que el parking donde nos encontrábamos era privado. Buscamos con la mirada donde obtener el ticket y efectuar el pago. A unos 10 metros, una pequeña cabina azul tenia una P pintada en el frente. Nos acercamos y tratamos de seguir las instrucciones que no estaban demasiado claras. Pagamos con tarjeta de crédito y la máquina expendió el ticket que nos permitiría estacionar hasta las 23:30 hs.
Rápidamente cruzamos la calle para juntarnos con los demás pasajeros que nos estaban esperando para la partida. —¿Para la excursión? — nos preguntó en inglés el hombre robusto, que, teniéndolo al lado, me daba cuenta que era enorme. Le contestamos que si y subimos a la combi, sin que nos pida ningún tipo de identificación. Había unas 15 personas más arriba de aquel vehículo. Me senté del lado de la ventanilla de un vidrio totalmente polarizado, pero algo me inquietaba. La camioneta ya se había puesto en marcha cuando miré por encima de los asientos hacia adelante y vi un cartel pegado en en la parte trasera de la butaca del conductor que decía: Huskys. Mis ojos se abrieron de par en par. Si bien sabía que la excursión contratada también ofrecía el paseo en trineo tirado por perros mi intuición me decía que estaba en el lugar equivocado. De inmediato busqué el nombre de la empresa en el voucher que me habían enviado, el cual tenía en el teléfono celular. Le dije a Gabi que le pregunte al chofer si se trataba de ese enseñándole el aparato. Cuando escuché el “Ohhhh shit!” del conductor deduje que estaba en lo cierto. No era nuestra combi. Por suerte solo habíamos transitado unas 10 cuadras. Me levanté del asiento agarrando todas mis cosas, tratando de ver en la oscuridad de aquella Van, para no olvidarme de nada. Le dijimos al conductor que nos deje ahí, que caminaríamos de regreso al punto de partida. Para nuestra sorpresa nos contestó que de ninguna manera, mientras retomaba por una calle en dirección al hotel. Cuatro minutos después se detuvo frente al Scandic Ishavshotel Hotel. Ahi recordé que era así como se llamaba el punto de encuentro y no Radisson Blu (creo que me confundí de tanto leer su nombre en las novelas de Jo Nesbø). Un micro enorme estaba estacionado en la entrada del hotel con el motor encendido. Un hombre de mediana edad y anteojos, que tenía un listado en la mano, nos recibió amablemente preguntándonos los nombres. Ahora sí, aparecíamos en la lista. La temperatura adentro del bus era agradable, por lo que me saqué la campera y el gorro de lana que llevaba puesto, para luego acomodarme en el asiento junto al gran ventanal que tenía junto.
A las 5 de la tarde puntual partimos por las carreteras congeladas. Tardamos un poco en dejar atrás la ciudad de Tromsø debido al pesado tránsito vespertino. Una vez que cruzamos el puente desde la isla de Tromsøya al territorio, el camino se tornó mucho más sinuoso. A la derecha el fiordo estaba congelado. Era impensado que semejante extensión de agua pudiera convertirse en hielo de esa manera. A la izquierda, se observaban las colinas completamente tapadas de nieve y miles de pinos, también semicubiertos por el manto blanco.
Al cabo de una hora aproximadamente ya no quedaban rastros del sol. El micro dobló, atravesando una tranquera abierta, por una carretera que no parecía estar asfaltada, o por lo menos esa fue mi sensación al ver el camino iluminado por los faros del bus. Esta ruta era mucho más angosta que la anterior, realmente había tramos donde dudaba que pasen dos vehículos a la vez, sobre todo en las curvas. La oscuridad de la noche era plena, sin embargo la luz que desprendía nuestro móvil rebotaba en la nieve, creando un resplandor que dejaba ver con claridad el exterior.
Media hora transitamos por aquel camino, hasta que de pronto llegamos al Campamento Tamok, perteneciente al pueblo Sami. Desde la entrada se veían los lavvu (tiendas tradicionales del pueblo Sami), con sus formas de cono y su color anaranjado refulgente, debido a que las hogueras interiores seguramente se hallaran encendidas. Al fin el bus se detuvo y acto seguido se abrió la puerta por donde subió una mujer rubia de ojos muy claros. Agarró el micrófono, que tenía el chofer, y su voz comenzó a sonar por los alto parlantes, dando las indicaciones de los siguientes pasos a seguir para las distintas actividades. Primero que nada nos aconsejó pasar a los aseos y luego dirigirnos a la edificación más grande del campamento para recoger los equipos.
Hicimos todo al pie de la letra, luego de pasar por los sanitarios nos acercamos hacia el lugar indicado. A penas ingresamos nos recibió una chica que nos preguntó qué actividad realizaríamos. Era así como dividían a la gente en grupos para asignarles sus equipos y sus guías. Un largo mostrador separaba a los cuatro empleados, que se movían de aquí a allá, de las filas de excursionistas. Me recordó a una de las tantas veces que fui a jugar bowling en Buenos Aires. Barra de madera y detrás, altas estanterías con cientos de compartimientos donde alojaban, en este caso, el calzado, guantes, gorros, cascos y otro tipo de accesorios. Perpendicularmente, de un armario enorme colgaban decenas de perchas con mamelucos térmicos de diferentes talles, donde algunos eran tan grandes que llegaban hasta el suelo. Cuando nos tocó el turno y volvimos a repetir que estábamos para la excursión de las motos de nieve, noté que el hombre, de clara descendencia Sami y vestido con sus atuendos tan particulares, llamaba a uno de sus compañeros y cuchicheaban en algún idioma que no entendía (dudaba que fuera noruego). El Sami volvió a dirigirse a nosotros y nos explicó en inglés, casi como si nos estuviera dando una mala noticia, que éramos los únicos anotados para dicha excursión. Nos preguntó si queríamos hacerla igual o acoplarnos a la de los trineos tirados por los perros. Obviamente que tener esa actividad de manera prácticamente particular no nos molestaba en lo más mínimo, así que continuamos firmemente con nuestra idea. El hombre de ojos casi transparentes, que luego nos enteraríamos que él mismo sería nuestro guía, nos entregó,luego de indicarle los talles, dos mamelucos azules, cascos, cuellos y botas impermeables, casi de astronauta.
Una vez que nos colocamos el atuendo, nos pusimos nuestros guantes de lana y sobre ellos el guía nos colocó unos mitones de goma, también impermeables. Con semejante traje la torpeza era inminente, de todos modos, estábamos listos para la gran aventura. Seguimos al hombre al exterior del edificio, mientras él, sin reparo de los 10 grados bajo cero que hacía afuera, terminaba de cerrarse su traje. Las motos de nieve estaban alineadas en una especie de galpón sin demasiada iluminación. El guía encendió una y nos hizo señas para que nos acerquemos a escuchar las instrucciones básicas para la conducción. En un inglés muy fácil de entender, nos explicó los comandos y las recomendaciones: dejar 5 metros de distancia entre moto y moto (ya que iríamos en fila), no salirnos de las huellas, acompañar el movimiento del vehículo con el cuerpo para no volcar, etc. Era mi primera experiencia en moto de nieve, también la de Gabi, mi novio. En nuestra estadía en Ushuaia, hace ya dos años, se me había ocurrido hacer un paseo pero me desilusionó bastante el tema de la relación precio-tiempo, me parecía un disparate lo que pedían por sólo 20 minutos. Pero esta vez era completamente distinto. Este paseo duraría una hora y media aproximadamente. Iríamos hasta pocos kilometros de la triple frontera con Suecia y Finlandia, y lo más espectacular de todo es que tendríamos la posibilidad de ver a la Reina del Polo Norte: La Aurora Boreal.
Era nuestra quinta noche arriba del Círculo, y a esa altura del viaje ya habíamos tenido la suerte de que se haga presente cuatro noches. Sin embargo sentía que aún necesitaba verla en todo su esplendor y algo me decía que ESA sería la noche.
Comenzamos la marcha. Los faros de las motos iluminaban el camino completamente blanco. A ambos lados podía verse que estábamos atravesando una zona bastante arbolada, ya que sobre nuestras cabezas se distinguía como las ramas trataban de unir el sendero. La noche estaba sumamente despejada y clara, y las millones de estrellas parecían multiplicarse cada vez que levantaba la vista hacia el cielo en busca de las luces verdes.
Tenía una fuerte necesidad de documentar aquel momento. Sabía muy bien, y no creo que se necesite ser Licenciada para saber eso, que con mi GoPro, por más que lo intente, no lograría captar nada, pero mi esperanza pudo más que la razón. Sólo había un inconveniente, la pequeña camarita estaba adentro de la pequeña mochila que llevaba colgando en la espalda. Siempre que viajo llevo esa mochila por su tamaño, más diminuta que las mochilas normales. Me resulta super práctica porque, así y todo, entra lo que necesito llevar conmigo y más. El segundo problema, además que, cuando Gabi le agarró la mano a la conducción de aquel artefacto, comenzó a correr a más velocidad y a balancearse para todos lados por los desniveles del terreno, con los mitones gigantes y engomados que tenía en las manos era casi imposible hacer cualquier cosa. Mi terquedad siempre es más fuerte que cualquier obstáculo, así que con paciencia traje, primero, hacia adelante el trípode de la cámara, que también lo llevaba a cuestas, y me lo puse sobre las piernas teniendo cuidado que no caiga. Como si fuera poco, a la vez me preocupaba que justo en ese momento donde “estaba tan ocupada” aparecieran las luces del norte, por eso cada dos minutos miraba de reojo al cielo. Poco a poco, y aún no sé cómo, me saqué la mochilita y la apoyé en el espacio que quedaba entre Gabi y yo. Intenté encontrar en cierre pero con los guantes era inútil, no había más remedio que ser valiente y sacarme aunque sea uno. Estaba bastante apretado y complicado, pero tiré de él hasta que cedió. Debajo tenía el de lana con el que también se dificultaba realizar la maniobra. Lo saqué… mi mano quedó a la intemperie, a más de 15 grados bajo cero en un segundo. Busqué rápidamente el cierre, abrí la mochila, saqué la Gopro y la cerré. Nuevamente me coloqué el guante de lana, como si eso me protegiera del abominable frío. Apreté el botón de encendido con fuerza, pero nada pasó. ¡No!. No podía creer que me hubiera quedado sin batería; justo yo, que ese tipo de cosas las preparo con tanta cautela. Volví a intentar, pensando que tal vez había apretado mal el botón. Nada. No había respuesta de la luz de encendido. Maldije para mis adentros mientras hacia un esfuerzo infrahumano por mantenerme arriba de la moto sin que se me caiga nada. Pensé rápidamente donde había puesto la batería de repuesto. Otra vez me saqué el guante de lana y abrí el pequeño bolsillo del frente de la mochila. Allí palpé la pequeña cajita negra salvadora. Los que tienen este tipo de camaritas deportivas sabrán que a veces se vuelve un poco difícil abrir la carcaza que la contiene, más aún, imagínense, en la oscuridad, con las manos envueltas en lana y un frío de muerte. Cuando por fin logré sacar la carcaza ya no sabía como seguir sosteniendo todos los artilugios que tenía encima. Miré al frente. Me desconcertó ver como la moto de nieve de nuestro guía se detenía lentamente hasta parar a cero. Gabi hizo lo mismo, quedando a unos 4 metros de distancia. El hombre Sami se acercó dando zancadas sobre el hielo y comenzó a darnos unas instrucciones en inglés sobre lo que venía a continuación. Escuché a medias, que en esta parte del recorrido tendríamos ser más precavidos ya que el camino era más sinuoso, con muchos desniveles y era fácil volcar. ¿Volcar?,¡buenísimo! ¡qué seguridad me daban sus palabras!, nótese la ironía de mi pensamiento mientras movía velozmente los dedos luchando por sacar la batería descargada para colocar la nueva. El guía terminó con su explicación y se dedicó a observarme. Cuando empezaba a impacientarme porque no conseguía mi cometido y ya tenía ganas de revolear la cámara por el aire, la batería cayó sobre mi mano helada. Estaba entumecida y al colocarme otra vez ambos guantes sentí un alivio inexplicable. Seguimos la marcha, yo contenta por haber logrado la “misión” y estar grabando la oscuridad. La luna, desde algún rincón que no llegaba a divisar, iluminaba casi de manera irreal las montañas completamente nevadas. Si ya lo dije, lo repito: era una noche espectacular con todas las letras, sin embargo, ninguna aurora en cielo. No podía ser. Esa noche era LA noche, ni una nube en el cielo. Las condiciones eran óptimas para que suceda el fenómeno. No me desanimé, algo en mi interior sabía que la reina del polo aparecería de un momento a otro.
Transitamos unos 15 minutos más por esos valles infinitos. La moto subía y bajaba en las lomadas copiando la superficie y haciendo que pegue pequeños saltitos sobre el asiento. De vez en cuando nos apartábamos un poco del camino vertiginoso y temía que volquemos, por lo que me inclinaba inmediatamente, tirando el cuerpo hacia el lado contrario para hacer contrapeso. De pronto comenzamos a bajar por una colina a toda velocidad y frente a nosotros apareció una montaña gigante que parecía bloquear completamente el trayecto. A unos cientos de metros de su base nos detuvimos nuevamente. Esta vez el guía apago el motor y las luces de la moto. Hicimos lo mismo. Se acercó a nosotros y empezó a contarnos dónde nos encontrábamos. La ubicación concreta no la sé, pero estábamos a muy pocos kilómetros de la triple frontera con Finlandia y Suecia… Pero eso no fue lo más llamativo de la conversación en el lugar más frío que he estado en mi vida. Mis ojos de abrieron como platos y me dio una literal puntada en el pecho al oir que estábamos, con moto y todo, parados sobre un lago congelado. Juro que quedé inmóvil, como si creyera que con un solo movimiento muscular el hielo bajo mis pies se rajaría en mil pedazos, hasta hundirme, cual Titanic, en aquellas aguas, quién sabe cuántos grados bajo cero. Me agarró un ataque de histeria al ver como Gabi saltaba una y otra vez sobre el lago de Finn, intentando hacerse el gracioso. El guía rió y explicó que el hielo tenia como un metro de grosor. Luego siguió hablando como si nada pasara, intentando establecer una charla como si estuviéramos dentro de una cafetería.
Nos preguntaba acerca de Argentina, las costumbres, las ciudades, qué hacíamos en nuestro país… nosotros también preguntábamos acerca de la vida en Noruega, cual era la mejor cerveza y dónde vivía el hombre. De pronto, como quien no quiere la cosa, el hombre Sami señaló el cielo detrás de mi. Volteé la mirada y vi como una franja de un verde pálido y débil comenzaba a surgir detrás de la montaña. ¡La aurora!. Inmediatamente me olvidé del lago congelado, del frío y de que uno de mis pies estaba bastante adormecido. Me saqué ambos mitones, dejando, por el momento, únicamente los de lana. Abrí el trípode y preparé la cámara lo más rápido que pude. Uno nunca sabe cuanto pueden durar las luces o en que momento se verán con mayor intensidad. La verdad es que en un principio me dio un poco de pudor el hecho de ponerme a sacar fotos con el despliegue que significa fotografiar las luces del norte, y es que esta excursión que habíamos contratado era la del “paseo en moto de nieve”, no la de “safari fotográfico a la aurora boreal”, el cual también ofrecía la misma empresa. Igual no se preocupen. El pudor duró muy poco, más aun viendo los colores que se estaban formando en el cielo y que las montañas parecían volcanes en erupción desprendiendo aquel “humo verde”. Sinceramente era un lugar único y mágico para verla, mejor de lo que hubiera imaginado.Todo aquel paisaje nocturno entre la montañas y valles nevados era realmente de ensueño. Mientras esperaba los 20 o 30 segundos de las exposiciones de la cámara, disfrutaba ver el movimiento danzante y las vibraciones de los colores. Aún me costaba creer dónde estaba y lo que tenía frente a mis ojos. Creo que en la vida nunca nada me dejó tan maravillada como eso.
Luego de varias tomas, noté cómo el guía me miraba inquieto (además de que yo ya no sentía los pies y tenía ese temor, que no sé dónde leí, de que se me caigan los dedos por el congelamiento), así que comencé a guardar los aparatos aun quedándome con ganas de seguir allí hasta que me convierta en un muñeco de nieve.
Comenzamos el retorno. Me temblaba el cuerpo y la hipotermia me subía lentamente desde la punta de los dedos de los pies, los cuales intentaba mover para entrar en calor pero sin resultados. Bajé la visera de mi casco para repararme un poco del aire frio. Tenía algunos pelos en la cara y me tapaban la visión de vez en cuando, metiéndose en mis ojos. De todos modos no podía apartar la vista del cielo. Miré hacia atrás y la aurora boreal se extendía con todo su esplendor como un arco iris verde que surcaba la atmósfera de punta a punta. Me quedé sin palabras, sin pensamientos, sin aliento. Quería fotografiar con las retinas ese momento y guardarlo para siempre sin ningún tipo de interrupción. Sus colores, sus bordes vibrantes, sus movimientos, su brillo, como si de polvo de hadas se tratara. Una experiencia única e irrepetible que todo el mundo debería poder por lo menos ver una vez en la vida.
Cuando la tortícolis estaba por invadirme bajé la cabeza y me di cuenta que el guía había parado una vez más para descender de la moto y recoger algo el suelo. Se aproximó hacia nosotros con lo que había levantado en la mano. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, pude ver que lo que llevaba no era otra cosa que la carcaza de mi Gopro. En ningún momento me di cuenta que la había perdido y lo que menos me hubiera imaginado era que la recuperaría en ese recóndito lugar del planeta en plena noche “aureolística”. Llámenme persona con suerte.
Al llegar otra vez al campamento, dejamos las motos donde las habíamos encontrado y entramos al lugar donde adquirimos los equipos. Allí dejamos sólo el casco y los guantes, pero nos dejaron conservar el mameluco para ir a cenar. Caminamos por un sendero angosto mientras la aurora seguía revoloteando sobre nuestras cabezas. Entramos al lavvu. Había unas cuantas mesas largas de madera iluminadas sólo con velas, las cuales estaban casi todas ocupadas con los demás excursionistas.
Nos ubicaron enseguida en una vacía. El lugar era super confortable. En el medio de la tienda, una hoguera encendida calefaccionaba todo el ambiente. Yo estaba un poco asustaba porque realmente no sentía uno de los dedos de mi pie. Lo intentaba mover y no respondía. Al sentarme me saqué la bota y la media para tratar de que tome temperatura con las manos, pero no había caso. Uno de los empleados se acercó y nos ofreció café o té para tomar. Pedimos del primero y nos sirvió en unos vasos de madera o algún material similar una bebida oscura y humeante. La puerta de la choza se abrió e ingresaron más personas las cuales se amucharon en la misma mesa que nosotros.
Al parecer la infusión hizo efecto en mi cuerpo y, poco a poco, volví a sentir todas las extremidades y tranquilizándome los nervios. Al cabo de unos minutos otro de los empleados se acercó a con una bandeja llena de cuencos con comida. Se trataba de un plato típico de la cultura Sami llamado “Bidos”, una especie de guiso o estofado de carne de reno con verduras, tan rico que repetimos un segundo plato. El postre que sirvieron a continuación si que fue de las cosas más raras que he probado. Un dulce tradicional noruego, de cultura Sami, llamado “Lefse”, que consistía en una masa estilo panqueque rellena de canela, queso crema, azúcar, y creo que algún otro ingrediente del que no estoy muy segura, ya que la iluminación del lugar no ayudaba demasiado.
Cuanto estuvimos satisfechos nos dieron más indicaciones para lo que restaba de la noche. Tendríamos que dejar el equipamiento y luego podríamos pasar al toilet, los que lo necesitáramos, antes de emprender la partida. Para mi gratísima sorpresa, cuando salimos del iglú Sami, la aurora aún bailoteaba entre las estrellas. Planté el trípode, sin pensarlo dos veces, y traté de encuadrar instintivamente. Disparé unas 3 o 4 veces, pero ya no había más tiempo para fotos, las personas comenzaban a subir al micro. Después de sacarme el mameluco y las botas inmortalizamos el momento con el guía en una foto. Cuando me acomodé en el asiento estaba totalmente complacida. Todo había valido la pena.
El regreso fue alucinante. El chofer apagó las luces y a través de los ventanales del micro, pudimos seguir observando la aurora. Era increíble que hubiera durado tanto tiempo.
Cerca de las doce de la noche arribamos a Tromsø, al mismo lugar de donde habíamos partido, para agarrar el auto y regresar a nuestra “casa” en lo alto de la colina.
Por si todavía quedan dudas, recomiendo esta excursión totalmente. No se arrepentirán!.
Acá les dejo el dato: http://www.lyngsfjord.com/
“La vida no se mide por el número de veces que respiramos, sino por los momentos que nos dejan sin aliento”
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Que mala pata la situación del dedo del pie, menos mal que solo fue un susto, yo me hubiese asustado
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