Desde muy pequeña adquirí el buen habito de la lectura. Mi primer recuerdo con un libro es de los 4 o 5 años. Mi mamá, quien todas las noches me leía historias o simplemente las inventaba sentada al borde de mi cama, repetía las palabras de un cuento muy breve que yo le rogaba que me lea una y otra vez. Supongo que me encantaba esa gallina con pequeña cresta roja, la cual no solo se dedicaba a los quehaceres de la casa, sino a atender a sus hijos, tener hobbies y hasta salir de shopping donde terminaba comprándose una cartera nueva y un elegante sombrero. Tanto me leyó mi mamá ese libro que me lo aprendí de memoria y, agarrándolo entre mis manos, simulaba que lo leía a la perfección, pasando página por página y respetando los signos de puntuación.
Una vez que aprendi a leer y durante toda mi infancia iba con frecuencia a “alquilar” libros a la biblioteca de la escuela. Sola o con mi mejor amiga Nati, quien también era gustosa de la lectura.
Más tarde, en mi adolescencia, comencé a incursionar en las historias de miedo y suspenso, policiales y crímenes, y de apoco a comprarme mis propios libros y tener mi biblioteca. Leer era siempre un buen plan antes de dormir. Un buen antídoto para conciliar el sueño, a menos que el libro en cuestión sea demasiado interesante y pasar hasta altas horas de la madrugada inmersa en las historias hasta que los párpados me pidan por favor que deje cerrarlos. Debo confesar que hasta hubo una época que me juntaba con Nati (ya grandes las dos) y hacíamos como un club de lectura en el jardín de mi casa. Sentadas en un largo banco de madera, bajo un liquidámbar enorme de hojas rojizas, pasábamos horas leyendo en voz alta, un capítulo cada una. ¡Qué nerds! ¿no?. En realidad fue una época hermosa, y sacando el viejazo de adentro pienso: que lástima que se haya perdido tanto en la sociedad el tema de la lectura.
Pero ¿a qué viene tanta introducción?. ¡Hasta parece el prólogo de un libro!. Bueno, viene a que uno de los condimentos esenciales de un lector no es sólo lo anteriormente relatado, sino que también son las librerías. Uno de mis lugares favoritos en el universo son ellas. Perder la noción del tiempo mirando títulos y nombres de autores. Entrar sin buscar nada en particular. Aquellas de pisos de madera y grandes arañas colgantes. Aquellas que huelen a libros nuevos, y las que huelen a libros viejos, ¡ni hablar!. El jazz suave en algunas, otros lectores buscando SU libro en silencio, concentrados. Aquellas donde sus libros están en paredes inmensas y la cantidad llega del techo al piso. Sacar un libro de una de esas estanterías, después de haber subido al último escalón de la escalerita del librero. Tocar la textura de las tapas o de las hojas, a veces amarillentas. Imaginar a quien perteneció el libro antes, y hasta a veces encontrar alguna anotación, dedicatoria o fecha. No sé… las librerías, a mi entender, son como templos. Nadie me puede decir que no son exactamente auténticos templos de meditación.
Cuando estaba diagramando lo que haría en mi último día sola en NYC, uno de los lugares a visitar marcado con un punto rojo enorme en el mapa era Strand Bookstore. Habia leído en internet que era no sólo una de las librerías más grandes de la ciudad, sino que de todo el mundo.
Eran cerca de las cinco de la tarde, cuando estaba subiendo a pie desde el sur de Manhattan, más específicamente desde East Village. Era una tarde bastante cálida para ser primavera, creo que hacia como unos 27 grados y estar al sol se volvía insoportable. Agarré por Brodway, chequeando cada tanto en el mapa cuántas cuadras faltaban para llegar a la librería.
De pronto aparecieron, en una esquina, unos carteles rojos de letras blancas que decían Strand Bookstore, colgados en la fachada de un edificio. A decir verdad, de afuera no presumía ser la gran cosa, aparentaba formar parte de una librería más del montón. Ni siquiera parecía ser demasiado grande, mucho menos como para llevar el mote de “una de las más grandes del planeta”. Entré un poco decepcionada, pero al empujar la puerta y ver el interior, esa sensación se esfumó automáticamente. No podía creer lo que veían mis ojos. Los libros abarrotaban las paredes ordenados cuidadosamente en las estanterías, en las islas en medio de los pasillos, en bibliotecas ubicadas en todos recoveco existente en ese inmenso local. Hacia el fondo del lugar, los estrechos pasillos se dividían en géneros literarios, indicados con carteles o simplemente con el nombre estampado en la madera superior de cada mueble. Era como un laberinto hecho de miles de millones de palabras insertadas en aquellas hojas. No sabia por donde empezar. Busqué libros de cine y de mi autores favoritos. Luego algunos que me había encargado mi mamá sobre plantas y orquídeas. Subí al segundo piso por una escalera un tanto empinada. Desde lo alto se veía el esplendor de aquel lugar único. Volví a meterme entre los pasadizos repletos de obras famosas, y no tanto, para empaparme de nuevos títulos y nuevos escritores. Encontré libros nuevos y usados, baratos y caros, de tapas blandas y tapas duras, cortos y larguísimos. Los quería a todos. ¡Qué felicidad perderse en una librería!
Si son amantes de este tipo de lugares no pueden dejar de visitarla en su estadía en Nueva York.
Dirección: 828 Broadway, NYC
Horario: Lunes a sábado de 9:30 am a 10:30 pm / Domingos de 11 am a 10:30 pm.
Estaciones cercanas de subte: Union Square (4, 5, 6, L, N, Q, R)