Quien viaja por primera vez a la Costa Amalfitana no duda que uno de los primeros lugares en la lista este ocupado por la isla de Capri. Eso está muy bien. Sin embargo, pocos saben de otra joya del Mar Tirreno, inclusive más grande, y que, pecaminosamente tiene muy poca fama: les hablo de la isla de Ischia.
Habíamos pasado tranquilamente la segunda noche en Nápoles, acostándonos temprano con la esperanza que al día siguiente el cielo se abriera en vez de desprender la lluvia que estaba pronosticada. El plan era levantarse temprano para aprovechar en la isla, siempre y cuando el tiempo lo permitiera.
Cuando nos despertamos el cielo estaba encapotado, por lo cual decidimos continuar con lo planificado. Eran aproximadamente las 8:20 am cuando llegamos al puerto. Aparentemente iba a ser una jornada totalmente gris, pero no parecía ir más allá de eso. Compramos los 5 tickets solo ida por la empresa MedMar a 11,30€ cada uno. Acordamos que el boleto de regreso lo compraríamos llegado el momento del retorno.
A las 8:35 puntual zarpó el ferry un tanto escaso de visitantes. Nos sentamos en la cubierta al aire libre rogando nuevamente que no llueva. El sol intentaba con todas sus fuerzas penetrar los nubarrones grises consiguiéndolo en algunos sectores y formando halos de luz amarilla sobre el mar, creando una postal única. A lo lejos, la península sorrentina parecía emerger del mar como si fuera el lomo de un cocodrilo. A nuestras espaldas, la ciudad napolitana, bastante gris por cierto, iba quedando atrás dejando sus edificaciones como una maqueta en miniatura. Algunas embarcaciones más grandes se abrían paso entre las aguas formando un oleaje que abatía nuestra nave y mientras que las partículas saladas se unían al viento salpicándonos en la cara. Estaba un poco fresco pero era confortable sentir como el sol se asomaba cada tanto regalándonos aunque sea unos minutos de calor. Preparamos el mate y así, entre cebada y cebada, pasó la hora y media prevista hasta abordar al puerto de Ischia.
Descendimos y caminamos por la dársena hasta llegar a tierra firme, mientras contemplábamos la gran cantidad de yates y diversos tipos de barcos, grandes y pequeños, anclados en el puerto. La primera impresión fue la de una isla un poco solitaria. Los negocios que estaban sobre la calle del puerto estaban abriendo sus puertas y sacando su mercadería para exponerla sobre las veredas. Tiendas de ropa, zapatos y otras chucherías, además de pequeños cafés y comercios gastronómicos esperaban ansiosamente el descenso de los turistas. Mientras bordeábamos la bahía hacia lo que habíamos visto en el mapa era el centro de la ciudad, nos distraíamos con las vidrieras de las tiendas. De pronto nos detuvimos en seco. Cinco mujeres con la nariz pegada al vidrio de una zapatería era sinónimo de saqueo. Esos precios deberían estar mal, o por lo menos eso pensé por dentro. Zapatos de todo tipo, y aparente buena calidad, llenaban el pequeño local y sus precios variaban entre los 4 y 15 euros.
Después de media hora, como si no hubiera otra oportunidad de comprar zapatos, salimos con una bolsa cada una (yo con dos). Lo único malo era saber que pasearíamos con ellas durante todo el día.
Luego del almuerzo, que consistió en unos sandwiches de pollo con lechuga y tomate, los cuales habiamos comprado el día anterior en un supermercado de Nápoles, el sueño nos invadió a la mayoría de nosotras de una manera aplastante. Hacía un poco más de calor, el viento había disipado las nubes y el sol brillaba con todo su esplendor. Esto, por supuesto, contribuía mucho más a querer dejarnos caer en los brazos de Morpheo, realmente era una situación de lo más relajante y agradable.
La tarde iba cayendo, y luego de una sesión de fotos frente al castillo, era hora de ver qué nos esperaba del otro lado de la isla, la parte sudoeste. En una investigación previa por internet, habíamos visto que una de las playas y sectores más lindos para ver el atardecer era Sant’Angelo. Para eso tendríamos que tomar un bus que partía desde un punto cercano al puerto. Así fue como volvimos a poner nuestros pies en marcha, está vez yendo por un trayecto distinto para seguir conociendo los encantadores recovecos de la isla.
Subíamos y bajábamos por las calles de la zona residencial, al parecer de un buen nivel adquisitivo. Era un barrio muy bonito, cuidado y limpio. El verde de los árboles y las flores, estallaban de colores por todas partes y, a pesar de estar a algunas cuadras del mar, la brisa marina perfumaba el aire límpido.
Cuando llegamos a la estación de buses nos acercamos a la taquilla para comprar los tickets que nos costaron 1,20 euros cada uno, sólo la ida.
A las 16:35 partió el bus, para nuestro asombro, abarrotado de gente. Terminamos viajando paradas, ya que los primeros en subir fueron una especie de contingente de personas mayores. El camino era ensortijado y por momentos vertiginoso, pero ya estábamos algo acostumbradas a que toda la Costa Amalfitana era con ese relieve. A medida que avanzábamos los lugares se iban desocupando hasta que al fin pudimos sentarnos. Cada tanto chequeaba el mapa para ver cuánto faltaba para bajarnos de aquel bus. Los barrios que atravesamos también eran muy bonitos, manteniendo como ley el tema de la limpieza y orden.
El bus se detuvo en la última estación, Sant’Angelo, casi una hora después. Allí descendió la resaca de turistas y pobladores, y con ellos nosotras cinco. Desde la parada, ubicada a varios metros sobre el nivel del mar y frente a la costa, se contemplaba una gran isla, parecida a la del castillo, también unida por un puente: un paisaje de ensueño mientras el sol casi rozaba el horizonte.
Nos apresuramos subiendo por un camino que bordeaba el mar y luego descendía repentinamente en dirección a esta isla. Atravesamos un puente rocoso parecido a una muralla, repleto de farolitos que delimitaban el camino. Fotos y más fotos, y es que el paisaje lo ameritaba demasiado, pero el sol no nos esperaba y seguía su ciclo lentamente. La “misión” era ver el atardecer desde la playa, tomando mates y comiendo facturas italianas (¿qué mejor?), pero por un momento temí que no podamos cumplirla.
El puente amurallado desembocó en unas callecitas repletas de negocios de diferentes rubros, en su mayoría gastronómicos. Aquí, las hermosas luminarias de hierro ya estaban encendidas ya que los débiles rayos de sol que aún quedaban, estaban demasiado bajos como para marcar el camino. Divisamos una pastelería donde luego compraríamos las deliciosas facturas, pero no sin antes buscar el lugar para instalarnos.
Bajamos a la playa. Apenas pisé la gruesa arena, algunas partículas ingresaron sin permiso a mi borcego. A pocos metros, una especie de vereda hecha de material y piedras era el lugar perfecto para “acampar”. Extendimos la lona, por más que el viento quisiera lo contrario, y nos sentamos para comenzar con nuestro ritual vespertino. Lo primero fue hacer una “vaquita” poniendo en un pozo en común 1 o 2 euros cada una, mejor dicho, las monedas que teníamos encima para empezar a descartarlas. Flor y yo fuimos las encargadas de las compras, así que rápidamente volvimos sobre nuestros pasos hasta llegar a aquella pastelería que habiamos visto minutos antes. No sabíamos por donde empezar, todo se veía delicioso. Terminamos eligiendo dos sfogliatellas (ya era nuestro clásico), y 3 clases más que no habíamos probado. A nuestro regreso el mate ya estaba listo y el sol a punto de esconderse. El viento no daba tregua y jugaba con mi pelo, haciendo que se me meta en la boca. Fue un hermoso atardecer a pesar de que habia algunas nubes. La luz en el firmamento tardo algunos minutos más en extinguirse del todo, lo que nos dio un margen de tiempo para disfrutar un rato más, antes de levantar el campamento y emprender la vuelta.
Ahora los faroles estaban completamente encendidos, creando una nueva postal de lo más encantadora. El cielo estaba completamente despejado y las estrellas comenzaban aparecer una a una en el cielo azul. Debo decir que la subida hasta la parada del bus fue cansadora. Mientras esperábamos a que llegue el micro, aproveché a sacar algunas fotos de larga exposición.
Quince o veinte minutos después estábamos arriba del bus, en dirección al puerto. Los asientos se ocuparon rapidamente, pero tuvimos la suerte de ir sentadas. Esta vez el viaje se me hizo mas corto. Cuando abordamos a la zona portuaria la noche era oscura y plena. La ciudad había cambiado su cara pero seguía siendo de lo más hermosa. Sus callecitas iluminadas en tonos ámbar, los negocios aún abiertos, los café y restaurantes repletos de gente tomando la cena, los yates y demás embarcaciones también iluminadas sobre el agua, formando reflejos mágicos que iban y venían con escasa corriente marina que llegaba a la costa.
Caminamos hasta la boletería de los ferrys para sacar el ticket de regreso. El próximo saldría a las 21 y aún faltaba.
Era el momento indicado para comprar recuerdos y demás cosas innecesarias, pero que al fin y al cabo, siempre terminamos llevando. Hay que destacar que este tipo de cosas (además de los zapatos) son super baratas en Ischia. Elementos de cocina, imanes, especias, en fin, todo, estaba mucho más barato que en Sorrento e incluso Nápoles.
Cuando abordamos al ferry, que por cierto era enorme, observamos que los espacios para sentarse eran como si se tratase de livings un tanto noventosos, alfombrados y de asientos incomodos. Como pude me acomodé, muerta de cansancio, para tratar de dormir un poco.
Al cabo de un poco más de una hora y media arribamos al puerto de Nápoles y, luego de varios intentos, lograron amarrar la nave a la la dársena. La noche estaba despejada pero el aire era húmedo. Mientras caminábamos de regreso al departamento, notaba como mi pelo comenzaba a encresparse.
Era la última noche que pasábamos las 5 juntas, ya que al día siguiente Florencia y Nadia volverían para Buenos Aires. Para celebrar esa última cena, decidimos ir al lugar que nos faltaba conocer para decir que realmente estuvimos en Nápoles, y ese lugar es “L’ Antica Pizzeria da Michele”. Ya lo mencioné en otro post dónde les recomiendo qué comer en la Costa Amalfitana, pero nunca está demás recordarlo.
El pequeño local, enviciado de aromas de lo más sugerentes para la hora de comer, estaba bastante concurrido para ser miércoles y en la mayoría de las mesas había por lo menos cuatro personas (la familia unita). Uno de los meseros nos condujo hacia el fondo del restaurante demostrándonos que era mucho más grande de lo que creíamos. Nos ubicaron en una mesa larga, en un apartado sin ventanas. De las paredes colgaban fotos y viejos recortes de diarios de los fundadores de la pizzería, y entre ellos, fotos de Julia Roberts, y no era de extrañar, ya que allí fue donde se filmó la película “Comer, rezar, amar”, basada en el best seller de la escritora Elizabeth Gilbert.
Aquí sólo existen dos estilos de pizza, la tradicional margarita o la marinara, y el reto es pedir una entera para cada una. Si, como lo leen, una pizza de 8 porciones (o más) por persona. Está bien que la masa es super finita, pero preparen los estómagos, porque no todos pueden terminarla.
Entonces, más allá de terminar ese gran día comiendo una super pizza de las más típicas de la ciudad, si me preguntan “qué hay en Ischia”, les diré que es uno de los lugares más hermosos que existe en la Costa Amalfitana.
Con esto me despido por hoy, contándoles que mañana me voy a Italia nuevamente para traerles nuevas aventuras!
Saludos!! y buenos viajes!!!