Si me preguntan cuál de los pueblos de Cinque Terre es el más bonito, lamento decepcionarlos pero no creo poder elegir. Cada uno tiene su encanto propio aunque, en cierto modo, parezcan todos bastante similares. Sin embargo, lo más lindo, por lo menos lo que a mí más me gustó de ese viaje a las “Cinco Tierras” frente al mar de Liguria, fue el tramo que hice por el Sendero Azul, que se extiende desde Vernazza hasta Corniglia. Para los que no saben, los poblados de esta región están unidos por unos maravillosos caminos con vistas alucinantes. Es una experiencia única animarse a recorrer aunque sea un tramo. Los senderos varian en dificultad, distancia y duración, siendo unos más fáciles que otros. No hay excusas. Imaginensé que mi compañera en este viaje fue mi mamá de 72 años, sí, setenta y dos años.
Septiembre 2017
El desayuno que nos ofrecían en el hotel de La Spezia consistía en un tazón de café con leche y una factura de un tamaño considerado como para no pasar hambre por un largo rato. Eran casi las 9:30 cuando llegamos a la estación y tomamos el tren hacia Vernazza. El día estaba inestable, alguna leve llovizna de a ratos, pero los huecos celestes daban una pequeña esperanza de que luego mejore. En 15 minutos aproximadamente, llegamos a la pequeña ciudad con un inesperado cielo despejado. A pesar de que ya eran pasadas las 10 de la mañana el sol aún se encontraba escondido detrás de las colinas que rodeaban las calles empedradas del pueblo costero.
Descendimos del tren con una decena de personas que iba a los mismo que nosotras, disfrutar de las callecitas, del aire local, del mar de Liguria, de las pequeñas y pintorescas construcciones. En primera instancia nos dejamos llevar por el tumulto de gente, pero aún así, miré el mapa en mi celular para ubicarme un poco. Caminamos en línea casi recta, siempre por la misma calle, la principal, la Via Roma. Las tiendas de recuerdos, los restaurantes y los cafés, comenzaban a levantar sus persianas y a sacar sus productos a la vereda esperando a sus primeros clientes del día. Vernazza iba cobrando vida definitivamente. Unos doscientos metros más adelante la calle se transformó en una hermosa península que se adentraba en el mar, formando una pequeña bahía. Las pacíficas aguas azul intenso a penas hacían ruido, dejando en duda si realmente se trataba del océano o de un lago. A nuestra derecha, un poco más allá de la diminuta playa donde ya había algunos viciosos del sol en traje de baño, se alzaba imponente la iglesia de Santa Margherita di Antiochia. El edificio sobresalía del paisaje verde de los cultivos que crecían en la colina, por su color amarillo de Nápoles y su bella torre de tres pisos con un reloj perfectamente en hora, coronada por una hermosa cúpula de azulejos en los mismos tonos.
Continuamos hasta la punta del espigón. Los barcos amarrados a la orilla, el color verde del agua, los edificios de tonos vivos de naranjas, rosados, amarillos; las sombrillas de colores en los bares recién abiertos, los postigos de las construcciones en verde oscuro, los montes y plantaciones de fondo, y para completar, un cielo azul espléndido. Así estaba Vernazza ese 28 de septiembre.
Justo ahí, donde estaban las sombrillas de colores, entre las mesas preparadas para el almuerzo, ahí casi imperceptible, una escalera ascendía hacia algún lugar. Era lo que sin querer buscaba. Una manera de subir para obterner una vista elevada del pueblo. Hacia allí nos dirigimos, sin saber a dónde conducían realmente esos escalones, lo importante era estar alto. En el primer descanso, otro restaurante con una vista privilegiada pero privada ocupaba casi todo el espacio. Casi con desilusión me di la vuelta para volver por donde había ido, cual perro arrepentido. Pero en ese momento, a unos pocos metros vislumbré un angosto pasillo que se perdía en una curva entre las paredes de piedra. Creo que ese es el secreto de estos maravillosos pueblos de la costa oeste de Italia: perderse; sumergirse en las entrañas de sus pasadizos, de sus angostas calles, entre las viviendas de las personas locales, entre las ropas tendidas y las macetas repletas de flores. Subir y bajar escalones, sin buscar nada en particular y simplemente dejarse sorprender. Y así, de esta manera, escudriñeando este laberinto, fue como llegamos al Castello Doria;
un pequeño cartel en la entrada, un poco maltratado por el tiempo, así lo anunciaba. En una minúscula cabina que estaba al rayo del sol, una señora de claro porte italiano, nos cobró un euro y medio para ingresar. Atravesamos un camino amurallado hasta llegar a la base de la torre. Con solo contemplar la vista desde allí puedo afirmar que fue uno de los euros mejor gastados. El mar, de un azul intenso como pocas veces había visto, se separaba del cielo celeste como en un collage cortado con una tijera. La base del castillo, o mejor dicho sobre el techo del castillo, se erguía una torre cilíndica de piedra que funcionaba, y aún hoy funciona, como mirador. Entramos por la arcada de piedra de la torre y comenzamos a subir la escalera caracol que conducía hacia la cima. El lugar era bastante reducido y causaba un poco de vértigo si miraba hacia abajo. Dos minutos después nos encontrabamos en lo alto de la torre.
Creo que si hablamos de vistas alucinantes, facilmente podría imaginarme ésta. De un lado el mar Mediterráneo, del otro la pequeña ciudad de Vernazza, con sus edificios de colores, su iglesia de cúpula dorada, sus colinas cultivadas de fondo y la bahía de agua turquesa donde habíamos estados hacia menos de una hora. Después de disparar algunas fotos bajamos, ya que no había demasiado lugar allí arriba como para permanecer demasiado tiempo.
El sol de aquel mediodía hacía que el uso de los lentes de sol fuera extremadamente necesario. La mañana había sido fresca, sin embargo ahora la temperatura ascendía cerca de los 27 grados. Me alegré de haber sido precavida y llevarme un short y una musculosa en la mochila. Y es que ahora venía la verdadera aventura: el trekking por el Sendero Azul hasta Corniglia. El aroma de los enormes romeros que estaban plantados frente a la entrada de la torre, recién comenzó a desvanecerse cuando cruzamos otra vez la taquilla. Desde ese punto no sabría marcar específicamente el camino que seguimos, sólo sé que íbamos paralelas al mar y hacia el sur.
Las callejuelas por donde caminábamos, entre los edificios bajos, eran angostas y el sol casi no llegaba a tocar el piso. Las plantas y flores abundaban en cada uno de los rincones, generalmente en las entradas de cada casa. Más y más escalones y, cuando pensabamos que se terminaba el camino, nos dabamos cuenta que en realidad viraba para algún otro lado. Un verdadero laberinto. Siendo un poco más obserdadoras, nos dimos cuenta que en las paredes, cada tanto, aparecía un cartel indicando con una flecha hacia dónde seguir para llegar al principio del Sendero Azul.
Luego de unos minutos un nuevo cartel anunciaba el inicio del sendero. Los peldaños se volvieron mucho más rústicos, una mezcla de tierra, lajas y piedras. También eran más altos, lo que implicó flexionar más las piernas… era hora del verdadero ejercicio. La cuesta subía cada vez más sin descansos. De todos modos, íbamos a nuestro paso, tranquilas, para nos cansarnos ni bien empezábamos. Nos deteníamos cada tanto y admirábamos el paisaje, y es que si no ¿qué sentido tenía andar por ese hermoso camino?
De la punta sobresalía el torreón donde se veía a los visitantes ir y venir como hormigas arrinconadas en una tapita de gaseosa. Los techos de las casas y de los edificios de tres plantas, variaban entre dos aguas y rectos, pero eso sí, los postigos de las ventanas respetaban el mismo código de color verde. Desde allí se veía cómo la elevación de la península de Vernazza formaba unos hermosos acantidalos donde la espuma blanca del mar parecía brillar contrastando armoniosamente con los diferentes tonos de azules y verdes de las olas.
A medida que subíamos la vegetación iba cambiando y entre los pastizales amarillentos surgían, como si estuvieramos en el desierto, cientos de cactus de esos de hojas aplanadas y redondas que crecen una arriba de otra y tienen una textura granulada.
La escalera empedrada parecía no tener fin mientras ascendíamos bordeando el cerro. Nos agarrábamos de la baranda para que se aliviane el trabajo de nuestras piernas, pero el cansancio tarde o temprano sería inevitable. El sol penetraba a través del grueso algodón de mi buzo, lo cual me invitaba irremediablemente a buscar un lugar donde poder cambiarme; realmente ya no soportaba el calor. A la vera del camino encontramos un restaurante con una vista excepcional. Primero preguntamos si podrían vendernos unas botellas de agua, ibamos a necesitarlas en breve. Luego, cuando la amabilidad “tana” se afianzó por el interés, pedimos pasar al toilet. La libertad de los pantalones cortos y la musculosa en un día caluroso de fines de verano, no tiene precio (o sí: vale dos botellas de agua).
Continuamos el trekking, ahora muchisimo más cómodas. A medida que avanzábamos, desde lo alto, el relieve del terreno se separaba del mar como si estuviera mirando un mapa. Cuando estuvimos a mitad de camino, o eso creía según mis cálculos, nos topamos con una pequeña trattoria y nos pareció un excelente momento para tomar un descanso y algun refrigerio, y sobre todo recargar energías. El restaurante era un sucucho con un estrecho y largo pasillo que desembocaba en un salón pequeño donde se amuchaban algunas mesas y sillas sin ningún lujo. Detrás del gran mostrador bastante anticuado que estaba junto a la puerta de entrada, dos mujeres de mediana edad se ocupaban de sus tareas. Una, junto a la caja registradora, y la otra preparaba un sandwich para los únicos dos clientes que había en el lugar. Detrás de ellas, sobre la pared, estaba el menú escrito con tiza en un pizarrón. No había nada que me tentara demasiado, excepetuando la máquina de jugos frozen de limón que no dejaba de girar frente a mi ojos, causando un efecto casi hipnótico y persuasivo. Está demás decir que pedimos dos de esos deliciosos jugos (o por lo menos eso lo supe una vez que le di el primer sorbo). No probar los limones de esa zona de Italia es casi un pecado inconcebible, asi que anótenlo en su lista de las 10 cosas que hay que hacer en la costa oeste italiana. Además de eso pedimos dos porciones de foccachia que recién salía del horno y tenían un aroma espectacular. Llevamos las bandejas con nuestro almuerzo hasta una de las mesas junto al gran ventanal con vista al mar. El océano funcionaba como un espejo enorme y resplandor del sol llegaba hasta donde estábamos, como si fuera empujado por el viento que ingresaba por la ventana. Estábamos alto pero aún así, se oían las olas romper contra las rocas varios metros abajo. A la izquierda del paisaje ya se divisaba, como si fuera un modelo a escala, el pequeño pueblo de Corniglia.
A diferencia de los otros, este parecía no estar tan en la costa, más bien se adentraba en la colina. Cuando terminamos de almorzar pasamos por el toilet para recargar las bortellas de agua, pero un cartel pegado sobre el espejo advertía que no era bebible. Raro. Me pregunté si no sería una pequeña “avivada” para tener que comprar una nueva botella en el bar que, por cierto, fue lo que terminamos haciendo.
La brisa marina congeniaba a la perfección con el calor del sol, generando un clima ideal para seguir nuestra caminata. Por momentos el camino ascendía con unas pendientes muy pronunciadas, intercalando escaleras de piedra, rampas de tierra y grandes rocas ubicadas a manera de escalones. En los sectores de sombra aprovechabamos para descansar unos minutos y tomar agua, por momentos sentíamos el agotamiento. En una de las paradas me detuve a mirar el mar y calcular a cuántos metros sobre él estaríamos. Unos 200 o 300, no creo que mucho más que eso. Miré la hora en el celular, 2:30 de la tarde. En aproximadamente una hora más ya habríamos transitado los 4 kilómetros que separa a Vernazza de Corniglia. Pasó rápido.
Más que nada el último tramo que fue todo en bajada. Poco a poco la vegetación de arbustos, espinillos y árboles que nos acompañaron todo el camino, se fue convirtiendo en plantaciones de tomate, zapallo, olivos y limones, consecuencia de que estábamos ingresando a una zona más urbana donde cada chacra tenía sus cultivos.
El camino también se fue mejorando, pasando de la tierra a un empedrado mucho más prolijo. Así, de repente, estábamos entrando al centro histórico de Corniglia, siguiendo los pequeños carteles que indicaban la dirección hacia la iglesia y curioseando por los callejones de paredes altas con balcones estilo frances. Escaleras y más escaleras, en subida y en bajada (y esto es algo que deben estar preparados para encontrarse en todos los pueblos de Cinque Terre).
El corazón de Corniglia era de lo más animado y colorido. Cientos de turistas paseaban sin prisa por sus pequeñas calles, deteniendose a mirar las vidrieras, comer algún bocadillo o tomar café o helado. Por supuesto no faltaban las tiendas de recuerdos que exponían junto a la puerta de entrada varios cestos repletos de botellitas de aceite de oliva, utensillos de madera, bolsas de tomates disecados y otros condimentos para acompañar la “pasta”. Cada tanto, al mirar hacia algún pasaje transversal, aparecía el mar de un azul eléctrico increíble.
En Corniglia hay dos miradores que no pueden perderse, desde donde obtendrán unas vistas espectaculares de la costa. El primero está ubicado en la terraza de un restaurante. Para acceder a ella no es concidión necesaria hacer una consumición, aunque sinceramente, valdría la pena. Este es “Bar Terza Terra Di Cadario Alison”. El segundo se encuentra subiendo las escales que están detrás de la “Cappella dei flagellati”.
La siguiente parada fue mientras nos dirigíamos a la salida de Corniglia, rumbo a la estación de tren. Estábamos hambrientas por la caminata y decidimos pedir un panini de jamón crudo, rúcula, tomates secos y muzzarella de bufala en un pequeño local. La mujer lo preparó en el momento. Sobre el mostrador tenía decenas de ingredientes que podíamos elegir para formar el panini ideal. Nos cobró 5 euros cada uno, el mismo precio que en casi todos los lugares de Italia donde habíamos estado en ese viaje.
Nos sentamos en un banco a degustar del sandwich mientras disfrutabamos de lo hermosa que se había puesto la tarde. Era sabido que ese día tendríamos un atardecer alucinante, y que mejor lugar para ver el ocaso que el pueblo de Manarola… pero eso se los cuento en otro post 😉
Espero que les haya gustado esta pequeña crónica por Cinque Terre!.
Saludos!! y buenos viajes!! 😀
He revivido con gran emoción la experiencia maravillosa de un viaje inolvidable…recordando paisajes, pueblitos pintorescos , rincones con sus clásicas trattorias para probar las delicias de la cocina italiana y las faldas serranas pobladas de tentadores tomates,olivos y limoneros. ¡Tantas cosas para recordar, Vero.!!!!
Anécdotas y un tiempo compartido que nunca olvidará …mi mente, ni mi corazón.
Ha sido uno de los regalos más preciados que me brindó la vida: compartir y disfrutar ese viaje, a Italia, con Vos.!!! …que me obsequiaste de sorpresa…y que nunca lo hubiese imaginado.
Muchas gracias , Hija mía.
Gracias Mami 🙂